MAGIA NEGRA: DOBLE EQUIPO

Kathy estaba colocada debajo de Brand. Los pezones de sus generosos y firmes pechos rozaban el vello pectoral de su novio. La viscosa polla de Brand medía poco más de quince centímetros y generaba un estremecimiento en todo su cuerpo cuando entraba y salía de su ceñido coño.

Kat contempló el rostro pálido y delicado de Brand. Había cerrado los ojos y su aspecto era el habitual antes de correrse. Al darse cuenta, le abrazó y se apretó contra él, esperando que aquella fricción añadida en sus senos la empujaría al orgasmo.

Brand poseía un cuerpo musculado y un miembro viril considerable, una combinación excitante; pero su ego era frágil. Así que cuando él comenzó a jadear ruidosamente al alcanzar el clímax, ella le imitó.

“¡Ahhh!”, gruñó Brand.

“¡Sí, sí!”, respondió Kat, centrando su atención en las últimas embestidas del placentero ariete de su novio.

“¡Oh, sí!”, aulló él, para a continuación relajar su cuerpo tendido sobre la piel marfileña de su novia.

Kat permaneció inmóvil. Le gustaba la sensación de tenerlo encima, incluso cuando no tenían sexo; pero sabía que si llegaba a expresar su deleite con demasiado entusiasmo, él se movería. Cuando Brand sacó su polla, rápidamente menguante, y se dejó caer a su lado, Kat dejó pasar unos cuantos segundos antes de acurrucarse contra él sin riesgo de provocar su huida.

En aquellos momentos, cuando el pecho de Brand transitaba frente a sus ojos, ella solía impacientarse. Quería sentir el cálido cuerpo de su amante pegado a sus pechos de inmediato. No le parecía normal tener que esperar.

Kat rodó lentamente y deslizó con suavidad un brazo sobre el pecho de Brand. Pero en cuanto sus pieles se rozaron, él le dio la espalda. Decepcionada, Kat se quedó tumbada en su lado de la cama. Mientras examinaba aquella musculosa espalda, deseó salvar la distancia que la separaba de ella y tocarla. Siguió con la mirada sus ondulaciones anatómicas y, experimentando una necesidad apremiante de contacto físico por leve que fuese, acercó su mano poco a poco.

A medida que las de sus dedos se aproximaban al objetivo, el corazón de Kat se iba acelerando más y más. Su respiración se hizo más intensa y percibió en su rostro la calidez de su propio aliento al rebotar en la espalda de Brand. Cuando las puntas de sus dedos alcanzaron la meta, experimentó una opresión en el pecho. Tal era su tensión que pareció transmitir parte de su ansiedad a Brand. Este rehuyó la caricia, se incorporó, recogió los calzoncillos del suelo y se los puso de nuevo. Sin tan siquiera mirarla, sacó unos vaqueros del armario y abandonó el dormitorio.

Cuando el joven de rizos negros desapareció de su campo visual, Kat se sintió desamparada. Si bien no solían tener relaciones sexuales al despertar, ella había albergado la esperanza de que aquel cambio iluminara una faceta más íntima de Brand. Se había equivocado. Al igual que cada mañana desde que vivían juntos, él dejaba la cama en silencio para encerrarse en su despacho en el otro extremo del pasillo.

Kat permaneció tumbada boca arriba y fijó la mirada en el techo. Se sentía verdaderamente sola. Le apetecía deslizar su mano hacia su clítoris y terminar el trabajo, pero la fatiga mental fue un obstáculo insuperable. Frustrada sexualmente, se quedó en la cama durante unos minutos antes de levantarse para ir al cuarto de baño. Allí hizo lo posible para animarse y prepararse de cara a la jornada que tenía por delante.

Lista ya para dirigirse al trabajo, asomó la cabeza en el despacho de Brand.

“Me voy”, anunció.

“Pasa un buen día”, replicó él sin desviar la mirada de la pantalla de su ordenador.

Una vez más, el día de Kat comenzaba marcado por un anhelo que no podía satisfacer. Volvió a ser consciente de que no se sentía deseada por el hombre al que amaba sin reservas.

Abandonó el complejo residencial y salió a la calle reflexionando sobre la deriva de su relación. Desde que empezaron a salir, Brand no había destacado por ser un amante precisamente apasionado. Y a medida que transcurría el tiempo su entusiasmo parecía disminuir.

Irse a vivir juntos había sido idea de Kat, quien no obstante tuvo que insistir. Confiaba en que, si compartían un hogar, tendría más oportunidades para mostrarle cuándo lo amaba y, en consecuencia, podría conquistar su corazón. Hubo algo en lo que acertó: la convivencia ofreció más oportunidades. Sin embargo, su novio nunca respondía a sus gestos de afecto con la fogosidad que a ella le habría gustado.

“Buenos días, bella dama, ¿podría ayudarme hoy?”. Una madura voz femenina interrumpió sus pensamientos.

Kathy miró hacia abajo y contempló a la anciana junto a la que pasaba todas las mañanas cuando se dirigía al trabajo. La visión de aquel rostro oscuro, surcado por marcadas arrugas, siempre la enternecía y provocaba en ella el gesto compasivo de alargar un dólar de manera rutinaria. Cuando sus miradas se cruzaban, sentía la llamada de la malograda sabiduría que parecía residir en los ojos de la indigente.

Kat se detuvo, rebuscó en su bolso y entregó a la mujer un billete doblado.

“Oh, es usted muy amable”, dijo la mujer con voz agradecida. “Ojalá fuese suficiente para pagar la medicación de la pequeña. Todo es demasiado caro. No es fácil salir adelante”.

Kat la observó. Aunque mendigaba en la acera de una calle muy transitada, tenía un aspecto aseado y vestía con cierto esmero. ‘Nunca antes había comentado que tenía hijos’, pensó Kathy.

Introdujo de nuevo la mano en las profundidades del bolso y encontró un billete de diez. Se lo tendió a la mujer, quien volvió a mostrar su gratitud.

“Dios la bendiga, bella dama. Si también pudiera comprar algo para comer… Tengo ocho nietos de los que cuidar. Es duro, muy complicado”.

Kat se apiadó de ella y hurgó a fondo en su bolso hasta que encontró otro billete de diez. “Es todo lo que tengo”, explicó mientras se lo entregaba.

La anciana sonrió y dio las gracias a Kathy en abundancia. “Oh, se lo agradezco mucho, bella dama. En serio que lo hago. Su corazón es puro y la bendigo por ello. Piense en algo que desee y le ayudaré a conseguirlo. ¿Qué le parece?”.

Kathy sonrió al escuchar la oferta de la mujer. “No es necesario, ya tengo todo lo que necesito”.

“Sin embargo, su hermoso rostro está triste”, señaló la mendiga.

Kat no se había dado cuenta de que lo que sentía en su interior podía resultar tan evidente para quienes la rodeaban. Repentinamente turbada, se preguntó: ‘Pero si cualquiera puede percibirlo, ¿por qué Brand no lo hace?’.