DESCENDIENTE PARA EL HEREDERO DEL JEQUE 3

Capítulo 1

 

Emma arqueó la espalda cuando el jeque Fahad agarró su pequeña cintura con sus grandes manos. Las caderas le temblaban anticipando lo que venía a continuación. El jeque empujó el cuerpo de Emma sobre la cama, y pudo oír el sonido de las sábanas de seda arrugándose bajo ella. Su cuerpo se detuvo de golpe al sentir unas piernas velludas contra sus muslos desnudos.

El jeque la levantó en el aire, dejando que su cabeza cayera hacia atrás. Estaba muy fuerte. Y moviéndola como una muñeca, volvía a demostrarlo. Su respiración se agudizó al sentir sus enormes pelotas rozando sus labios hinchados, sabiendo lo que vendría después.

Aún levantándola más y más alto, Emma sintió la gruesa masculinidad del jeque abrirse paso entre la carne jugosa de sus labios. Necesitaba que la penetrara. El corazón le latía a toda velocidad, y se sonrojó al sentir un movimiento de calor introduciéndose en su cuerpo, cuando la punta de su polla encontró el tierno valle de su coño.

“Oh,” gimió Emma, sin apenas poder contenerse.

Con los brazos extendidos como alas tras ella, Emma abrazó con las piernas el culo desnudo del jeque de piel dorada. Podía sentir el músculo. Todo en él era perfecto. Y al tomar el cuerpo de Emma e inclinarlo hacia arriba, sintió lo que había estado esperando.

La gruesa polla del jeque se deslizó en las estrecheces de su coño húmedo y delicado, produciéndole una ola de agonía lujuriosa que se expandió por todo su cuerpo. Su polla la partía en dos. Los pechos se le movían al ritmo de la respiración agitada. Los mechones de su oscuro cabello largo bailaban al intentar abrazar su propio cuerpo con sus brazos.

“Sí,” gimió Emma.

El jeque la agarró de la nalga con la mano derecha, permitiendo que la izquierda se deslizara por su espalda, y elevándola más para dejarle experimentar la longitud completa de su herramienta. Era una agonía gloriosa. Su cuerpo era un arco y el interior de Emma, el instrumento. Y la forma en que tocaba producía música dentro de su cuerpo. Hablaba con su alma.

Con el jeque en control, dejó que su cuerpo cayera. Sintió la cabeza de su polla presionando la entrada de su canal, y se preparó. La tenía tan grande que no podía evitarlo. Los músculos de su coño le consumían. Se contraía absorbiéndolo más y más. Quería sentir el dolor momentáneo de su presencia para recordarse qué poderoso hombre la poseía. Y cuando él la elevó de nuevo y la penetró profundamente, sintió las cosquillas que hacían en su clítoris los oscuros vellos de su ingle.

“No pares,” le suplicó.

“Eres mi flor del desierto. Eres mía,” proclamó enviando una sensación de calor por todo su cuerpo.

A medida que pasaba el tiempo, Emma sentía que su cuerpo se levantaba menos y que las embestidas del jeque eran mayores. Teniendo que soltar las piernas, el jeque movía sus caderas, apoderándose de su interior. Sus jóvenes pechos saltaban. Y al sentir el tsunami inminente acumularse desde sus piernas, estiró las manos para rodear el cuello desnudo del jeque.

“Oh, oh,” gimió sintiendo cómo su interior se apretaba, y cómo la polla del jeque estaba cada vez más rígida. Sabía que él también estaba a punto de llegar al éxtasis.

El estremecimiento de líbido se desplazó desde sus piernas al centro de su sexo y le hizo tensar las piernas. “¡Ahhh!”, gritó sin importarle quién pudiera oírla. El jeque liberó su gemido profundo acercando su cansado cuerpo hacia el suyo, con la polla sacudiéndose aún en su interior.

Agotada, Emma dejó que sus brazos cayeran por su espalda. Acercando la cara a las mejillas barbudas del jeque, sintió sus vellos suaves acariciando su piel. Estaba sumida en el calor de su cuerpo. Y agarrándose a él como si su vida dependiera de ello, le apretó contra si como si no quisiera soltarlo nunca.

Con Emma aún en sus brazos, y su polla debilitada aún en su interior, se dejó caer sobre la cama. Y colocando un brazo para apoyar su caída, se recostó dejando que los dos mantuvieran el abrazo.

Sintiendo la cálida brisa nocturna de Abu Dhabi sobre su piel desnuda, pensó en lo afortunada que era. El jeque la había recogido del vuelo cuando volvía a casa tras un breve pero intenso encuentro con el jeque Nadeem. No esperaba volver a ver a Nadeem de nuevo. Así que se vio de nuevo atraída hacia la grandiosa opulencia de la realeza saudí, y esta vez por un hombre que parecía preocuparse por ella. Emma no podía pedir nada más.

Emma no había empezado bien con el jeque Fahad. Al llegar a su palacio, la había encerrado en su habitación, desprovista de cualquier contacto humano. Las únicas personas a las que veían eran las de sus sueños y el jeque Fahad, que la visitaba cada noche. Así era como la había seducido. E incapaz de soportarlo, en sus sueños le imploraba que fuera real, sólo para descubrir que en la realidad era aún más maravillosa.

Una vez que Emma había abrazado la vida con su nuevo jeque, vivía como una princesa. Todas las noches acudía a una gala diferente y lo hacía siempre con vestidos que valían más que la casa en la que había crecido. Y del brazo del hombre más admirado del país, no sabía qué podía ser mejor. Era como una fantasía. Se sentía como Cenicienta.

Nadeem era ahora un recuerdo lejano en sus pensamientos. Su imagen aún invocaba un cosquilleo entre sus piernas, pero no era más que eso. Sus exigencias era cautivadoras, pero el poder delicado del jeque Fahad era todo lo que se había dicho que necesitaba.

Al levantarse de la cama, el jeque recordó a Emma el evento de aquella noche. Era una gala en el Museo Nacional. Se consideraba un evento de recaudación y el jeque Fahad era su mayor benefactor.

“El arte es algo por lo que siento verdadera pasión,” dijo recorriendo el cuerpo desnudo de porcelana de Emma con los ojos. “Tú eres algo que me apasiona,” declaró. “Ahora tendré a mi flor del desierto entre mis joyas más bellas. ¿Qué mas puedo pedir?” preguntó con una sonrisa.

Emma sintió de nuevo el estremecimiento cálido entre sus piernas. Le hubiera encantado que tomara de nuevo su pequeño cuerpo. Pero viendo su figura de estatua tomar la túnica, supo que no podría volver a tenerle hasta la noche siguiente.

El jeque Fahad la visitaba siempre cuando el sol se ponía. Y el brillo extático del tiempo que pasaban juntos la rodeaba como un aura durante el resto de la noche. Todos podían ver en sus eventos lo feliz que era. Y a él le complacía que todos vieran cómo ella se sentía. Emma consideraba que aquello era signo de que era un buen hombre. Y de nuevo, se sintió afortunada de estar con él.

Aquella noche, cuando Emma entró en el museo del brazo del jeque Fahad, no tenía ni idea de lo rápidamente que volvería a cambiar su vida. Llevando un vestido negro de lentejuelas con una cola que se deslizaba tras de ella, sintió cómo todos los ojos estaban puestos en ella. Nunca antes se había sentido tan bella. Y apretando ligeramente su brazo, el calor que sintió le dijo que no quería volver a separarse de él.

Tras conocer a un par de docenas de mandatarios, un responsable se acercó y susurró algo al oído del jeque Fahad. Con una sonrisa aún en el rostro, el jeque se disculpó con Emma y la elegante pareja con la que estaban conversando, y salió siguiendo al responsable. Esto dio a Emma una oportunidad única. Apenas podía explorar nunca aquellas galas por si sola. Esa noche sería su primera noche.

Excusándose ante el Conde y la Condesa que estaban con ella, se dirigió con decisión a la galería. Allí era donde estaban la mayoría de los invitados. Todos iban vestidos muy elegantes. Le costaba creer que se le aceptara entre ellos, teniendo en cuenta que ella era de una pequeña ciudad de América. Pero la aceptaban, ella lo sabía. Estaba con el jeque Fahad. Ella era una invitada especial.

Emma hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para reconocer a todos los que la reconocían. Todo el mundo era muy amable, pero al no encontrar a nadie cercano a su edad, continuó caminando hasta situarse frente a un cuadro de un magnífico desierto.

El cuadro la hipnotizaba. Siempre había pensado en el desierto como algo vacío e inhóspito, pero el cuadro no le transmitía nada de aquello. La arena del cuadro bullía de color. Para ella, representaba la vida. Y el cielo bailaba con las pinceladas que llevaban sus ojos de un lado al otro del lienzo.

“¿Es magnífico, verdad?”, dijo una voz detrás de ella.

En un instante, Emma sintió que su cuerpo comenzaba a sudar. No era la reacción de una princesa, pero no podría evitarlo. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte. Y al escucharla aquí y ahora le había debilitado tanto que podría desmayarse. Intentando mantenerse sobre los zapatos de tacón, apretó los puños y dejó que su pecho inspirara más aire hacia el interior.

“No esperaba encontrarte aquí,” dijo en un tono casi enfadado. “Te metí en un vuelo hacia América, y en lugar de eso, estás en un museo en Abu Dhabi. ¿Crees que esto me complace?”

Emma podía sentir las lágrimas acumulándose en sus ojos. Le costaba respirar. La reacción de su profunda voz en su oído hizo que sintiera las piernas como si fueran de gelatina. Tenía calor, y pronto recordó la chica de ciudad pequeña que era.

“No, amo,” dijo Emma inmediatamente, recordando el tratamiento que le exigía.

“Tienes razón, no lo hace. Encontrarte aquí hace que necesite castigarte. ¿Sabes que tengo que castigarte?”, dijo la inexorable voz masculina.