SU CAPERUZA ROJA

Capítulo 1

 

La cara de Redina se puso roja cuando escuchó el crujido que provenía de los arbustos enfrente de ella. De ninguna manera tenía miedo de caminar por el bosque. Ni siquiera por la distancia que tenía que recorrer para llegar a la casa de su abuela. Pero tenía que admitir que la preocupación extrema de los vecinos de su pueblo la había afectado. Habían visto lobos junto al río. Dos personas de una villa cercana habían sido asesinadas por ellos. Ahora, ella caminaba sola por el bosque.

“No es nada, Red,” se dijo a sí misma, negándose a caer en la histeria local. “Has hecho este camino mil veces. Además, el río está en una dirección completamente opuesta. En todo caso, estás caminando hacia una dirección segura”.

Escuchar sus palabras en voz alta fue suficiente. Estaba siendo ridícula. No era el tipo de chica que tenía miedo de salir de su casa sin la compañía de un hombre fuerte, y no estaba dispuesta a convertirse en una.

Entonces, al sentir que disminuía el calor en sus mejillas, echó los hombros hacia atrás, se acomodó la caperuza roja y cogió con más fuerza la cesta. Cuando dio un paso más hacia adelante, el arbusto volvió a crujir, así que entendió que la primera vez no había sido una coincidencia.

—¿Quién está ahí? —gritó en el tono más bajo y confiado que pudo lograr.

El arbusto crujió otra vez.

—Te escucho. Sé que estás ahí. Puedes salir si quieres. Si lo haces, me abstendré de hacerte daño —dijo deslizando su mano libre dentro de su cesta.

Eso fue solo un truco. Lo más peligroso que tenía allí era una barra de pan. Claro, su madre hacía el pan más duro y menos rico del pueblo. Pero el único daño que podría hacer con él sería alentar a alguien a comerlo y esperar a que se rompiera un diente.

—Lo diré una sola vez más. Sal y no te haré daño.

Para su decepción, el arbusto respondió con un crujido. Todavía tenía la esperanza de que fuera un conejito o un pájaro. No, sea lo que sea era grande, y probablemente, peligroso.

—Vamos. ¡Déjame verte! —ordenó cuando los ruidos se transformaron.

Sea lo que sea estaba cerca y se acercaba cada vez más. Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando reconsideró lo que había provocado.

—Así me gusta. Y no me hagas tener que poner un hacha entre tus ojos.

El crujido se detuvo. La había entendido. ¿De qué se trataba? ¿Era un lobo, o algo más?

Espera, ella vio algo. Lo vio entre las ramas al borde del camino a cinco metros más adelante. No era un lobo. Era una persona.

—Hasta ahí nomás —exigió Red—. Ahora entra en el claro para que pueda verte.

La persona no se movió.

—¡Hazlo! —ladró Red.

La persona obedeció. Con un solo movimiento, se puso de pie y caminó lentamente hasta el camino frente a ella. Red se quedó con la boca abierta. ¿Qué estaba viendo? Bueno, sabía lo que estaba mirando, pero simplemente no podía creer lo que tenía frente a sus ojos.

—Estás desnudo —dijo al joven que estaba frente a ella.

El hombre no se movió. Se quedó mirándola fijamente, y no parecía amenazante ni cohibido. Simplemente se quedó allí parado como si estuviera cruzando el pueblo completamente vestido.

Cuanto más tiempo permanecía el joven en silencio, más perturbada se sentía. No era exactamente ira, pero sí sentía tensión. Habiendo crecido solo con su madre, nunca antes había visto a un hombre desnudo. Siempre había tenido una curiosidad dolorosa por ver lo que había detrás del bulto en la entrepierna, y esa era la oportunidad perfecta para descubrirlo. ¿Debería mirar? ¿Podría siquiera dejar de mirar?

Red miró al joven a la cara todo el tiempo que pudo. Parecía tener su edad o un poco más. A pesar de eso, no tenía pelo en la barbilla. ¿Tenía alguno en su pecho?

Perdió la batalla cuando sus ojos se lanzaron. No. Su pecho era ancho y fuerte pero carecía de vello. Tenía la contextura de un hombre. Los pectorales se inflaron y… sus ojos se sumergieron de nuevo para confirmar… el estómago ondeaba con fuerza. Ese extraño podía ser la persona más hermosa que había visto en su vida.

Su cara, su pecho, sentía en todo su cuerpo un calor punzante. ¿Qué le estaba pasando? Le costaba respirar. Y más aún, realmente necesitaba mirar. Todo en su cuerpo le gritaba que mirara hacia abajo. Y cuando lo hizo, apenas pudo apartar la mirada. ¿Qué era eso? ¿Qué acababa de ver? ¿Por qué quería desesperadamente volver a mirar?

—¿Quién eres? —gritó haciendo todo lo posible para no volver a mirar.

El joven abrió la boca pero la cerró sin decir una palabra.

—¿No tienes un nombre? ¿No tienes… ropa?

Por primera vez, algo cambió en los ojos del chico. ¿Era tristeza? ¿Vergüenza? Sea lo que sea, hizo que Red sintiera algo por él. Quería estar más cerca de él. Quería cuidarlo.

—Bueno, no puedes estar parado allí hablándome así. Toma, ponte esto.

Sin pensarlo, Red apoyó su cesta en el suelo y soltó la cadena que sujetaba su caperuza por el cuello. Se la descolgó de sus hombros, y se acercó al chico. Su tranquilidad la atrajo más. Él no estaba reaccionando en absoluto a su acercamiento, así que cuando se detuvo a poca distancia de él, tuvo la impresión de que podía envolver con sus brazos al hombre joven y alto sin que él moviera un músculo.

—Toma —dijo—. Ponte esto.

Le tocó el hombro mientras le colocaba la tela roja. Su corazón se apretó cuando se dio cuenta de que podía olerlo. Su aroma era a tierra y era sublime. Le estaba debilitando las rodillas. Podía sentir el calor de su cuerpo desnudo envolviéndola, y le tomó todo de sí no apoyar la palma de su mano en su pecho fuerte y aferrar su cuerpo hormigueante al de él.

—Así —dijo atando la caperuza en su cuello—. Ahora estás presentable.

—Gracias —respondió como si estuviera recordando cómo hacerlo.

—¿Puedes hablar? Estaba empezando a pensar que eras un animal salvaje que había aprendido a caminar con sus patas traseras —dijo con una sonrisa.

—¿Animal salvaje? —preguntó como si intentara pensar con más claridad.

Cuando estuvo vestido y hablando, Red rápidamente se concentró.

—No eres un animal salvaje, ¿verdad? Tienes un nombre, ¿no?

—¿Un nombre? Sí. Mi nombre es Vetem, pero la gente me dice Tem.

—Vale, soy Redina, pero me dicen Red.

—Hola, Red.

Tem la miró a los ojos y sonrió. Era una vista tan hermosa que a Red le dolió el corazón.

—Entonces, Tem, ¿hay alguna razón por la que estás caminando desnudo por el bosque?

—¿Desnudo? —preguntó mirando hacia abajo—. Estoy usando esto.

—Ahora sí. Me refiero a antes. ¿Estabas por aquí corriendo sin ropa?

—Sí —respondió Tem sin una pizca de timidez.

—Muy bien. Entonces quizás no deberías esconderte en los arbustos cuando la gente pasa. Podrían confundirte con un lobo y tendrías una flecha en la garganta antes de que tuvieras la oportunidad de explicarlo.

—¿Un lobo?

—¿No te has enterado? Se han visto lobos en el bosque cerca del río.

—¿Le tienes miedo a los lobos?

—No le tengo miedo a nada —respondió Red con rebeldía. 

—¿A nada?

Cuando Red se preparaba para responder sacando pecho y echando sus hombros hacia atrás, Tem desvió su atención hacia el camino que estaba detrás de ella. El movimiento la interrumpió.

—¿Qué? —preguntó al ver la preocupación en su rostro.

Red se volteó para ver lo que estaba mirando, y escuchó el crujido en los arbustos frente a ella. Cuando miró hacia atrás, él se había ido.

—¿Tem? Espera, no te vayas. ¿Tem? ¡Tem, tienes mi caperuza! —exclamó corriendo en la dirección hacia donde él había huido—. Necesito mi caperuza de vuelta.

En respuesta, un grito vino detrás de ella.

—¡Red! Red, ¿eres tú?

Red dejó de buscar a Tem y volvió al camino.

—Hunter, ¿eres tú?

—Soy yo, Red. ¿A quién estás llamando?

—A un hombre con el que estaba hablando. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me estás siguiendo?

—¿Siguiéndote? ¿Por qué te estaría siguiendo? —dijo Hunter sonriendo cuando apareció a la vista. Estaba vestido como cuando se iba de cacería por un tiempo largo.

—No sé. No puedo entender por qué los hombres hacen la mayoría de las cosas que hacen.

—Bueno, Red, puedo asegurarte que no te estoy siguiendo —dijo con una sonrisa brillante.

Red se sintió avergonzada por haberlo acusado. Sabía que nunca le había dado una razón para desconfiar de él. De hecho, siempre había sido muy bueno con ella. Si no fuera por la regla estricta de su madre de que solo se casaría con un noble, podría haber considerado a Hunter como esposo. Ciertamente él le había expresado bastante su interés como para ganarse esa consideración.

—Tienes razón. Ahora puedo ver que estás vestido para trabajar.

—Y puedo ver que tú apenas estás vestida.

—¿Qué quieres decir con que “apenas estoy vestida”? Estoy vestida como lo haría una dama decente.

—Por supuesto que lo estás. Mala mía. Es que nunca te he visto sin tu caperuza roja. Prácticamente te ves desnuda. ¿Qué diría tu madre? ¡Qué escándalo!

—Bueno, la caperuza no está cosida a mí. Quizás la dejé en casa porque no quería ensuciarla durante mi paseo. ¿No se te ocurrió eso? —preguntó Red a la defensiva.

Hunter levantó las manos y se rio.

—Lo siento. No fue mi intención ofenderte. Solo estaba haciendo una broma. Eso es todo. Además, me gustas sin tu capa. Deja ver…

Red puso sus puños en sus caderas esperando con ira lo que diría a continuación.

—¿Deja ver qué?

—Tu maravilloso temperamento, Red. Sin tu manto, tu maravilloso temperamento está a la vista de todo el mundo. Y qué maravilloso temperamento tienes —dijo con una reverencia y una sonrisa pícara.

—Ya veo.

Aunque se sentía más belicosa que de costumbre, Red se calmó y buscó su canasta en el suelo. No sabía dónde estaba Tem, pero no estaba allí y tenía su caperuza roja. La necesitaba de vuelta y no tenía ganas de explicar cómo la había perdido en primer lugar.

—Entonces, ¿qué haces cazando en esta parte del bosque. ¿No es más provechoso junto al río?

—¿No hay lobos allí? Eso es lo que dicen. Y es ahí donde todos los demás hombres con una espada o un arco están buscando. Pero soy el mejor en lo que hago porque no pienso como los demás.

—¿Crees que hay lobos allí?

—Allí es donde están los ciervos. Solo eso tiene sentido. Y si no puedo cobrar una recompensa real por la cabeza de un lobo, tal vez consiga un ciervo para la cocina del castillo.

—Parece que tienes un plan —reconoció Red.

—Así es. ¿Y tú? ¿Estás yendo a la casa de tu abuela?

—Mi madre quería que le llevara un poco de pan que le horneó.

—¿Está enojada con tu abuela o algo así?

—Mi madre no es tan mala panadera —respondió Red sintiendo que necesitaba defender a su madre.

—Red, tu madre es una mujer hermosa, quizás solo superada por ti. Y estoy seguro de que tiene muchos otros atributos. Hornear, cocinar y hacer bromas no es ninguno de ellos.

Red estuvo a punto de decirle lo que pensaba por sugerir tal cosa, pero no pudo seguir con la farsa.

—¿A quién estoy engañando? Tienes razón. De todos modos, me mandó a casa de mi abuela a llevarle el pan y lo estoy haciendo como lo haría una chica buena.

—Sin embargo, cruzas bosques llenos de lobos. Serás una muy buena esposa.

—¿Estás diciendo que la obediencia es la única cualidad que hace a una mujer una buena esposa?

—Red, ¡yo no dije tal cosa! Simplemente estaba diciendo que… —Hunter hizo una pausa. —¿Ya te he felicitado por tu maravilloso temperamento?

Red lo miró de soslayo y recogió su cesta.

—Habiendo dicho eso, seguiré mi camino.

—Espero no haberte ofendido —dijo Hunter siguiendo a Red que se marchaba.

—Creo que has dejado claro tu punto. No quisiera someterte a mi maravilloso temperamento por mucho tiempo más. Podrías terminar muerto de alegría.

—Me arriesgaré a eso.

—Tienes derecho a caminar por donde quieras, pero ya terminé de hablar contigo —dijo con severidad.

—Entonces fue un placer hablar contigo. Espero con ansias la próxima oportunidad —dijo con una sonrisa y una reverencia, y luego siguió caminando a su lado.

 Los dos caminaron en silencio durante otra hora. Al principio, Red estaba molesta, pero rápidamente el gesto de Hunter comenzó a gustarle. No estaba enojada realmente y no debería haberse desquitado con él. Estaba enfadada consigo misma por haber perdido su caperuza roja. Su madre se iba a enojar mucho cuando se enterara.

Sin embargo, también estaba un poco feliz de haberla perdido. Hunter tenía razón. No iba a ninguna parte sin la caperuza roja puesta. No quería usarla tanto como lo hacía, pero su madre la obligaba. Todo era parte de su plan para casarla con un noble.

Red siempre odió ese plan. Pero a pesar de todos sus defectos, era cierto que era una hija obediente… en su mayor parte. O, al menos, hasta donde su madre sabía.

Cuando llegaron cerca de la casa de su abuela, Hunter se detuvo. Ese cambio sorprendió a Red. Ella se había estado preguntando hasta dónde planeaba llegar. Claramente incluso él tenía sus límites. Pero aunque no siguió avanzando más, tampoco desapareció de su vista.

Todavía sin decir una palabra, vio cómo Red llegaba a la casa de su abuela, llamaba a la puerta y saludaba.

—Red, ¿qué haces aquí? —preguntó su abuela, que no estaba tan emocionada como creía que debería estarlo una mujer que vivía sola en el medio de la nada al ver a su única nieta. Pero, de nuevo, su abuela rara vez hacía lo que ella esperaba.

—Mamá quería que te trajera algo de comida.

—¿Quién es tu acompañante apuesto?

Red volvió a mirar a Hunter. Su abuela tenía razón. Bajo cierta luz, era guapo.

—Solo alguien que conozco del pueblo. Me encontré con él en el camino, y supongo que quería asegurarse de que llegara aquí a salvo.

Su abuela miró fijamente a Hunter, quien le devolvió la mirada.

—Creo que es muy atento contigo. Apuesto a que debe ser un amante maravilloso.

—¡Abuela! —dijo Red sorprendida.

—Parece un hombre fuerte. Lo último que quieres es un hombre débil. Lo que quieres es un hombre que te haga saber que tiene el control en la cama.

—¡Abuela! —dijo Red poniéndose roja.

—Tal vez deberíamos invitarlo a pasar.

—Absolutamente no. ¡Absolutamente no! —dijo Red empujando a su abuela dentro y cerrando la puerta detrás de ella.

Antes de cerrarla, miró a Hunter. En ese momento, él le hizo una reverencia. Red cerró la puerta antes de que se levantara. Ciertamente era un hombre fuerte. ¿Era eso lo que se necesitaba para ser bueno en el dormitorio?

Red no sabía nada de esas cosas. Como todos los demás niños de su aldea, había observado a los animales durante la temporada de apareamiento. Pero eso no le había dado ninguna pista de cómo sería cuando abrazara la sexualidad con su esposo.

—Entonces, tu madre me envió pan, ¿eh? —dijo abuela con sospecha—. ¿Me envió algo más?

—Solo una nota —dijo Red entregándole la canasta de pan.

Su abuelo sacó uno de los panes, y lo golpeó contra la mesa. El pan estaba duro como una roca. Miró a Red, quien se encogió de hombros.

Volviendo a la canasta, su abuela tomó la nota. La desplegó y la leyó.

—¿Has leído esto? —preguntó su abuela.

—No, abuela. Es para ti.

Su abuela la miró con desconfianza y luego corrió la canasta de pan a un lado.

—Teniendo en cuenta lo tarde que llegaste, me imagino que querrás quedarte a pasar la noche.

—¿Eso es un problema? —preguntó Red incapaz de imaginar qué más tendría que hacer con su tiempo una anciana que vivía sola.

—No, está bien. Pero debes irte por la mañana

—Claro, abuela. Me iré por la mañana.

En este momento, Red estaba, más que confundida, desconcertada. Había estado en la casa de su abuela muchas veces y nunca la había visto actuar así. ¿Había hecho algo mal? Ella se preocupaba mucho por su abuela. Lo último que quería era molestarla.

—Vale. Puedo ver que te he disgustado —dijo su abuela.

—No, abuela. Está bien.

—Claramente no está bien.

Su abuela la miró fijamente de una manera penetrante que hizo que los ojos de Red se humedecieran. Realmente no había tenido la intención de molestar a su abuela. Tal vez era posible que pudiera irse de inmediato.

—Vale. Te he disgustado. Ven aquí. Toma asiento. Puedes pasar la noche aquí. Es solo que…—Su abuela apartó la mirada y se quedó mirando el suelo. Pareció congelarse por un momento, pero luego miró a Red con intensidad.

—¿Cuántos años tienes, Redina?

—Tengo 18.

—Entonces eres una mujer.

—Lo soy —dijo Red secándose las lágrimas de los ojos.

—Es hora de que comparta un pequeño secreto contigo.

—¿Un secreto? ¿Un secreto sobre qué?

—Un secreto sobre quién eres.

—¿Un secreto sobre quién soy? ¿Quién soy?

—Más de lo que crees —dijo su abuela dejándola con la intriga.

 

 

Capítulo 2

 

Red recorrió la cabaña de una sola habitación y finalmente se sentó en una de las dos sillas en la mesa. Observó cómo su abuela preparaba el té en la tetera sobre el hornillo y admiró su forma de moverse. Muy pocas veces la había visto con el pelo suelto, y entonces podía notar lo hermosa que era.

A diferencia de todas las demás abuelas del pueblo, el pelo de su abuela era negro azabache con una fina franja de gris. También era una mujer más voluptuosa que las otras abuelas. Pero no era voluptuosa en todas partes, sólo en las partes que la hacían más femenina. Red envidiaba su belleza envejecida y se orgullecía ante la idea de parecerse a ella algún día.

—¿Qué te ha contado tu madre sobre su padre? —preguntó su abuela colocando una taza de té y pan con mantequilla delante de ella.

Red pensó en la historia que le habían contado a menudo sobre cómo su familia había perdido su riqueza.

—Dijo que su padre era un terrateniente rico que murió. Pero como no tenía hijos, la tierra que poseía fue robada por el rey. Dice que por eso quiere que me case con un noble. Para que podamos reclamar nuestro lugar en la sociedad real.

Su abuela la miró con dureza antes de regresar su atención a su té.

—La historia que cuenta tu madre me convertiría en el peor ser humano si fuera cierta. Y la convertiría a ella en una abominación.

Red se sorprendió por la respuesta de su abuela.

—¿Por qué, abuela? No entiendo.

La abuela se recostó en su silla y miró brevemente el fuego rugiente. Pensó en sus palabras con cuidado, y luego se relajó como si se estuviera liberando de treinta años de secretos.

—Esa es la historia que a tu madre le gustaría que fuera cierta, pero en realidad no lo es. El padre de tu madre no era un terrateniente rico, sino su abuelo. Mi padre. Cuando era niña, vivíamos en la casa más maravillosa con vista a las hectáreas de tierra que poseía mi padre. Él la había heredado de su padre, quien la había heredado de su padre antes que él.

—¿Y qué pasó con ella? —preguntó Red considerando su propia y humilde educación.

—Me pasó a mí… junto con tu abuelo —dijo su abuela sin reparos.

—¿Qué quieres decir?

—Las mujeres de nuestra familia no son como las otras mujeres temerosas y mojigatas que te rodean. Nacemos con fuego. Nacemos con lujuria.

—¡Abuela!

—Lujuria, Redina. No tengas miedo de decirlo. Sólo los hipócritas retrógrados que quieren controlarte y robarte dicen lo contrario. Nunca les creas cuando te digan que tu poder femenino está mal. No los escuches ni por un segundo —dijo furiosa—. ¡Dilo, Redina! Di que no dejarás que sus pensamientos retrógrados controlen tu poder.

—No dejaré que controlen mi poder —dijo Redina con aversión.

—Eso es bueno. Porque una vez que tienen tu mente, tienen tu cuerpo. ¿Y qué es una persona que no controla su cuerpo? Un esclavo. Las mujeres de esta familia, Redina, no son esclavas de nadie.

En todos los años que había visitado a su abuela, nunca la había oído hablar así. Ciertamente, nunca había sido una flor marchita, pero ¿quién era esa mujer fogosa que estaba más viva que nadie que hubiera conocido?

—No entiendo, abuela. ¿Qué tiene que ver todo esto con tu marido, mi abuelo?

—En primer lugar, no era mi marido. A tu madre le gustaría que la gente creyera eso porque significaría que todavía podría ser una dama aceptable en la sociedad. Pero él no era mi esposo. Tu abuelo era un mozo de cuadra no mayor que yo. Cuando lo vi por primera vez, no puedo explicarte lo que me hizo sentir en todo mi cuerpo. Fue como si hubiera abierto los ojos por primera vez, y todo gracias a él.

»Me enamoré de él. Al menos eso creí. E hicimos el amor una y otra vez. Mi padre quería creer que él era el culpable de nuestra pasión, pero no era así. En realidad, era bastante tímido. Fui yo quien lo sedujo. Fui yo quien, por primera vez, tomó su mano y la llevó a mis pechos. Y fui yo quien lo desnudó y exploró su cuerpo junto al mío.

»Cuando me di cuenta, no sabía desde hacía cuánto tiempo que estaba embarazada de tu madre. Mi madre había muerto diez años antes y las mujeres que cuidaban nuestra casa probablemente lo sabían pero no se atrevían a decírselo a mi padre. No, mi padre no lo supo hasta el día en que di a luz a tu madre. Se sorprendió. Luego se enfadó, pero finalmente lo aceptó.

»Despidió a mi amante, por supuesto. Mi padre lo culpaba de todo. Mi temor era que mi padre lo hubiera golpeado hasta quitarle el último atisbo de vida. Rezaba para que eso no fuera cierto. No se lo merecía. Era amable y gentil. De lo único que era culpable era de ser presa de mis afectos.

—Abuela, eso es muy triste.

—Es lo que es, querida —dijo su abuela sintiendo la tristeza que había sentido entonces.

—Pero cuando mi amante fue enviado lejos, rápidamente llegué a aceptar que el pasado era el pasado. Tenía que cuidar a tu madre. No fue tan difícil porque, en ese entonces, tu madre era tan dulce y bonita como una muñeca. Mi padre me había sugerido una vez que renunciara a ella. Pero nunca hubiera hecho algo así. La amaba demasiado.

»Sin embargo, hubo consecuencias por esa decisión. Y descubrí esas consecuencias tan pronto como mi padre se enfermó. Él y yo reconocimos su tos. Era la misma que había matado a mi madre.

»Rezamos para que mejorara, pero ambos sabíamos lo que finalmente pasaría. Fue entonces cuando mi padre trató de casarme. Pero ningún hijo de noble quería una esposa de dieciséis años con una hija.

»Cuando quedó claro que no podía encontrarme un esposo, comenzó a vender la tierra. Como decía tu madre, las mujeres no pueden heredar bienes. Así que lo único que podía darme era oro.

»Pudo vender las primeras parcelas de tierra a un precio justo. Pero muy rápidamente, los compradores de las tierras se dieron cuenta. Mi padre estaba desesperado por vender. Terminó vendiendo lo que pudo por una décima parte de lo que valía. Murió rápidamente después de eso. Y unos días después, los hombres del rey vinieron y nos echaron a mí y a tu madre del único hogar que habíamos conocido.

—¡Eso es muy injusto! —exclamó Red.

—Ese es el lugar de una mujer en este mundo. Pero las mujeres somos fuertes. Sobrevivimos. Yo sobreviví. Y tenía el oro de mi padre. Fue suficiente para comprar la casa donde vives ahora y criar a tu madre como la muñeca que siempre consideré que era.

»Pero tu madre tenía la misma lujuria que yo. Y cuando conoció a tu padre, cayó presa de la misma pasión que yo.

—¿Es cierto lo que dice mi madre sobre mi padre? —preguntó Red sin saber más qué creer.

—No sé qué te dijo tu madre sobre él. Pero por lo que puedo decir, era un chico no mucho mayor que tu madre. Como yo y tu abuelo, tu madre y tu padre estaban enamorados. Le rompió el corazón a tu madre cuando la dejó y no volvió más. Algunas personas dicen que fue asesinado durante las primeras cacerías reales de lobos. Pero creo que, a los dieciséis años, no estaba preparado para ser padre.

—Entonces, ¿crees que se fue?

—Hizo lo que haría cualquier hombre.

Red miró a su abuela atónita por lo que le acababa de decir. ¿Quiénes eran esas personas que estaba describiendo? Ninguna de ellas sonaba como las mujeres que había conocido en su vida. ¿Y quién era la persona que describió como su madre? Había imaginado que nunca había estado enamorada. ¿Cómo podría haberse enamorado una persona tan fría como ella?

—Entonces, ¿mi padre huyó de mi madre? —preguntó Red tratando de entender las cosas.

—Es lo que creo.

—¿Es por eso que cree que no debo casarme por amor?

—Actuar por amor es lo que las mujeres de nuestra familia han hecho durante generaciones. Creo que ella cree que, si puede casarte con alguien de la realeza, cambiará tu destino. Creo que es por eso que siempre te hace usar mi caperucita roja.

—¿Tu caperucita? —preguntó Red sintiéndose nerviosa de repente.

—Sí. ¿Dónde está, por cierto? No recuerdo haberte visto nunca sin ella desde que te hiciste tan alta como para usarla.

Red se sonrojó. Miró a su abuela recordando lo que le había pasado. Se la había puesto a un chico hermoso desnudo y el chico había huido al bosque con ella.

—La dejé en casa —mintió Red—. ¿Tu padre te dio la caperucita?

—Sí. Fue el último regalo que me dio. Cerca del final, uno de los terratenientes ladrones le ofreció a mi padre esa caperucita roja por lo último de su tierra. Era, por supuesto, una injusticia y todos lo sabían. Pero como no tenía nada más que heredarme, mi padre pensó que, si tenía la caperuza, su confección indicaría mi origen noble y sería suficiente para ganar el corazón de alguien que pudiera cuidarme.

»No fue un pensamiento irrazonable. Pero después de su muerte, no me atreví a usarla. Ni siquiera podía ver a tu madre con ella. Pero tu madre la heredó cuando me fui y me mudé aquí. Supongo que tuvo la misma visión que mi padre, pero no sería yo quien se casaría, sino tú.

—No tenía idea —dijo Red atónita—. No me di cuenta de lo importante que era la caperucita roja para nuestra familia.

—Parece que hay muchas cosas que no sabes. Es culpa de tu madre.

La mente de Red estaba llena de pensamientos y sentimientos. Culpa, vergüenza, compasión, todo se mezclaba en su cabeza haciéndola sentir náuseas.

—Y ¿sabes por qué las dejé a ti y a tu madre y me mudé aquí? —preguntó su abuela mostrando un primer indicio de una sonrisa.

—No. ¿Por qué? —preguntó Red casi temiendo averiguarlo.

—Veo cómo me miras, Redina. Es algo bueno. Es algo intenso. Fue porque sabía que mientras viviera en el pueblo, tendría que vivir según sus reglas. Tendría que ser la solterona pálida con sus partes destinadas a secarse. Pero aquí afuera podría ser la mujer que estoy destinada a ser. Aquí afuera podría tener un amante. Podría tener muchos amantes… y los tengo.

»Tu abuela ha vivido más en los últimos años que en todos los años anteriores juntos. Y, mañana por la noche, cuando sea luna llena, mi amante vendrá a visitarme —dijo con una sonrisa genuina—. Y haremos el amor apasionadamente.

Red no tenía idea de cómo tomar todo eso. Aunque su abuela era hermosa, seguía siendo una anciana. Debía tener al menos 50 años. Tal vez incluso 55. ¿Las mujeres seguían pensando en sexo a una edad tan avanzada? ¿O su abuela estaba padeciendo algún tipo de maldición?

La historia de su abuela terminó ahí. No hablaron mucho más el resto de la noche. A Red no le importó el silencio, considerando lo confundida que estaba. Gran parte de lo que creía sobre su padre y su familia había cambiado en muy poco tiempo. Le resultaba difícil comprender todo.

Mientras ambas se subían a la cama que iban a compartir, Red pensó en la otra cosa que había descubierto esa noche. Su caperucita roja no era solo un instrumento que su madre quería usar para casarla. Era una reliquia preciosa que su bisabuelo moribundo le había dado a su abuela. Sentimentalmente, podría ser lo más valioso que poseía su familia. Tenía que recuperarla. Pero ¿cómo?

¿De dónde era Tem, el chico desnudo que había aparecido de la nada? ¿Era de un pueblo cercano? Había estado en pueblos cercanos con su madre cuando le buscaba un marido adecuado para ella. Tem no estaba entre los candidatos. Estaba segura de que recordaría a un chico que se pareciera a él.

Mucho después de que su abuela se quedó dormida, se atrevió a pensar en algo más relacionado con Tem cuando yacía en la cama. Él fue el primer chico que vio desnudo. Era muy hermoso. Más que eso, había visto su hombría. El simple hecho de pensar en ello de nuevo hizo que su cuerpo se estremeciera.

Nunca se lo habían dicho, pero Red descubrió lo que se suponía que un hombre debía hacer con eso. Y si no era lo que hacía la mayoría de la gente, sabía lo que ella quería hacer con eso. Quería que le tocara su parte más sensible.

Como solía hacer después de que su madre se dormía, Red bajó su mano y metió los dedos entre sus piernas. La carne en el medio estaba hinchada como lo estaba a menudo a esa hora de la noche. Y como solía hacer, se acarició moviendo su mano de arriba a abajo. Se sentía muy bien. Y cuando imaginó que sus dedos eran reemplazados por la virilidad desnuda de Tem, sintió una punzada entre los muslos que le hizo frotarse más fuerte.

Al recordar lo cerca que había estado de su carne desnuda, su cuerpo se excitó. En su mente, besó su pecho. Su aroma terroso era dulce en sus labios. Al sentir su beso, él cogió su pequeño cuerpo con fuerza y ​​lo apretó contra el suyo.

Desnuda en su sueño, sintió a Tem meter su hombría en su carne tierna. Envió chispas a todo su cuerpo. La besaría aferrándola entre sus brazos. Y aunque ella quisiera escapar, no podría. Él era una bestia salvaje y se saldría con la suya sin importar que ella lo deseara o no.

Sintiendo la virilidad de Tem rozándose contra ella, Red aumentó la presión sobre el nudo que había crecido dentro de su carne hinchada. Dolía cuando lo frotaba, pero en el buen sentido. Sus piernas le temblaban al tocarlo. Y mientras tragaba saliva y trataba de no gritar de éxtasis, una ráfaga de pulsaciones caóticas explotó dentro de ella haciendo que sus piernas se movieran y los dedos de sus pies se curvaran.

Su abuela se movió y Red se congeló. Pero no antes de que la invadiera una sensación de desmayo. Se sintió glorioso. Y cuando el éxtasis disminuyó y se quedó dormida, se imaginó a Tem acostado a su lado. Eso tenía que ser lo que su abuela había sentido con su amante del establo.

Red no entendía mucho sobre la historia que le había contado su abuela, pero ahora entendía algo más: las mujeres de su familia sentían lujuria y pasión. Negarlo sería negar quiénes eran, como lo había hecho su madre.

Quizás Tem era el hombre con el que estaba destinada a estar. Tal vez le estaría contando a su propia nieta su historia cuando tuviera la edad suficiente. 

 

 

Capítulo 3

 

A la mañana siguiente, Red se despertó cuando su abuela se levantó de la cama. Se quedó observándola sin dar señales de que estaba despierta. Su abuela estaba actuando de manera diferente. Se movía como si estuviera un poco nerviosa y Red no podía evitar sentirse como una intrusa en su vida.

¿Se trataba de la llegada de su amante? No lo sabía, pero se sintió obligada a darle espacio a su abuela.

—¿Estás despierta? —preguntó su abuela cuando vio que Red tenía los ojos abiertos.

Red se estiró en respuesta.

—Te he preparado un desayuno para que te lleves cuando regreses a tu casa.

—Gracias, abuela —dijo Red atónita viendo la prisa que tenía para que se fuera.

—También he incluido la última de las monedas de oro que le daré a tu madre. Es la mitad de lo que me queda y puedes decirle que no recibirá más. Si necesita más, puede buscarse un trabajo y ganárselo. Pero ella no recibirá más nada de mí.

Red pensó en el mensaje. A su madre no le iba a gustar. Su madre despreciaba la idea de trabajar y menospreciaba a cualquier mujer que lo hiciera. Nunca diría eso públicamente. Pero en la privacidad de su hogar, su opinión era incuestionable.

—Gracias, abuela. Le daré el mensaje a mamá.

Red saltó de la cama y se marchó. Cuando llegó hasta el final del camino de entrada, se dio la vuelta para ver la cabaña. En ese momento, vio que su abuela la miraba por la ventana. Ella estaba actuando de manera extraña, muy extraña de hecho.

Mientras regresaba a su casa, Red pensó en todas las cosas de las que se había enterado la noche anterior. Su madre le había hecho creer que su abuelo era un hombre importante y que su padre era un joven respetable con potencial. Nada de eso era cierto. Red procedía de una línea de mozos de cuadra y mozos que habían huido de sus obligaciones. Teniendo en cuenta eso, casarse con un cazador era un avance.

Red pensó más en Hunter. Ojalá le hubiera contado lo que le pasó a su caperucita roja. Si se lo hubiera dicho, él podría haberla rastreado.

Red lo pensó más. Tal vez debería habérselo dicho. De todas maneras, aún podría pedirle ayuda. Solo tendría que esperar hasta que regresara de su viaje de cacería dentro de pocos días.

O, lo que era mejor, tal vez Tem la estaría esperando donde lo conoció y no necesitaría la ayuda de Hunter en absoluto. Con sus esperanzas en alto, se acercó a ese lugar. Su corazón dio un vuelco cuando vio que no estaba allí.

—¿Tem? —gritó—. Tem, ¿estás ahí?

No hubo respuesta. ¿Qué podía hacer Red? Podía adentrarse en el bosque para buscarlo. Pero ¿qué haría si se topara con un ladrón y le robara su oro? El riesgo era demasiado grande. Su madre podría enfadarse si volvía sin la caperuza. Pero se pondría furiosa si también perdiera el oro de su abuela.

Red llamó en el bosque una vez más antes de continuar marchando hacia su casa. Llegó sin desayunar y entró en el pueblo justo cuando las actividades de la mañana estaban en pleno apogeo. Las mujeres rechonchas estaban lavando ropa. Los niños no prestaban mucha atención a su maestro de escuela mientras los guiaba por la plaza. Y los granjeros llegaban a la ciudad para recoger provisiones y vender una parte de las reservas de invierno que les quedaban.

Red trató de imaginar qué haría su madre para ganar dinero en ese grupo. Lo único que tenía para vender era su belleza. Pero con su actitud agresiva, sería una horrible moza de taberna.

Lo que le intrigaba más era si su madre haría que ella trabajara en su lugar. Siempre le había dicho que los nobles no querían casarse con mendigas. Y así veía su madre a las mujeres que trabajaban, como mendigas.

Sin embargo, ella no las veía así. De hecho, le parecían todo lo contrario. Red veía un toque de libertad en poder ganar su propio salario. ¿Quién quería depender completamente de un hombre?

Claro, al crecer sin un padre, podía ver cómo podían ser útiles. Pero también había visto a muchos de ellos tropezar, o ser echados del bar, como para saber que a veces eran más problemáticos que benefactores.

Por otro lado, ¿qué sabía ella? Su madre le decía que su propósito era casarse con un noble, y ella estaba dispuesta a hacer lo que su madre le dijera. Pero sabía que un día su futuro estaría en sus propias manos. No podía esperar hasta entonces. Y hasta ese momento, sería una buena hija y haría todo lo que su madre le pidiera.

—¿Madre? —llamó Red cuando entró por la puerta principal.

Su casa no era una casa grande, pero era más grande que muchas en el pueblo. A diferencia de la mayoría, la suya tenía dos habitaciones separadas que usaban como dormitorios. No eran habitaciones grandes, pero la puerta impedía que los olores de la comida invadieran sus ropas.

—¿Madre?

—¿Redina? —respondió su madre desde afuera. Al entrar, la mujer delgada y severa se acercó rápidamente—. Redina, ¿dónde está tu caperucita? ¿Qué haces sin ella?

Red esperaba que le hiciera esa pregunta, pero no que fuera la primera pregunta que le hiciera.

—La dejé en casa de la abuela. Ya estaba a mitad de camino cuando me di cuenta de que me la había olvidado. Las mañanas ahora son mucho más cálidas de lo que solían ser.

Su madre la miró con el ceño fruncido.

—No puedes dejarla en cualquier lado que se te ocurra —regañó su madre.

—Lo sé, madre. Simplemente se me fue de la cabeza. Eso es todo.

—Tendrás que ir a buscarla.

—La abuela parecía muy ocupada. Iré a buscarla en una semana cuando ella esté más libre.

—Eso es ridículo. Ella vive sola. ¿En qué podría estar ocupada?

—Creo que la abuela está esperando a un invitado —dijo Red observando de cerca a su madre para ver su reacción.

Su madre hizo una pausa y la miró fijamente. Por un momento, se quedó sin palabras.

—Mi madre no está esperando a un invitado. No sé quién te dijo eso, pero no es cierto. Mi madre no tiene invitados por ahí sola. Sería indigno.

—Madre, la abuela me dijo que ella… tiene un amante —dijo Red buscando que le confirmara la historia que le había contado su abuela.

—Redina, ¿cómo te atreves a decir algo así de tu abuela? —dijo más asustada que ofendida.

—No lo estoy inventando. Es lo que ella me dijo.

Su madre apretó los labios y enderezó la columna vertebral.

—Ya veo. Entonces lamento informarte que hay algo que no sabes sobre tu abuela. He estado tratando de ocultártelo por un tiempo, pero tu abuela está perdiendo la cabeza poco a poco.

»Ha estado inventando las cosas más indignas durante años. Las cosas que ha dicho sobre nuestra familia en su estado delirante son escandalosas. No puedes creer nada de lo que te diga esa mujer. Es triste, pero no puedes.

—¿La abuela está perdiendo la cabeza?

—Por supuesto. ¿No has notado ningún comportamiento raro antes?

Red recordó todo lo relacionado con su última visita. Todo había sido raro. ¿Tenía razón su madre? ¿Su abuela se estaba volviendo loca? ¿Era cierto algo de lo que le había contado sobre su familia?

—Supongo que ha estado actuando de manera extraña —admitió Red de mala gana.

—¿Extraña cómo?

—Parecía inquieta y como si no quisiera que yo estuviera allí. Me hizo empacar para irme incluso antes de que me levantara de la cama.

—¿Ves? Tu abuela no está bien —dijo su madre comenzando a tranquilizarse.

—Sin embargo, me dio algo para ti.

Su madre se animó de repente.

—¿Sí? ¿Qué cosa?

Red metió la mano en su cesta y sacó la bolsa de monedas.

—Dijo que esto es la mitad de todo lo que le queda. Dijo que si necesitas más dinero, entonces tendrás que conseguir un trabajo y ganártelo.

Su madre se quedó helada, atónita. La ira rápidamente se apoderó de ella. Le arrebató la bolsa de la mano a Red, escupiendo veneno hacia su madre.

—¿Ves? Es una mujer loca. Y luego coge tu caperucita. Está tratando de arruinarnos. Eso es lo que está tratando de hacer.

—Ella no tomó mi caperucita. Te dije que me la olvidé allí.

—¿Cómo pudiste olvidártela allí? Sabes lo importante que es esa capa para tu futuro. Te lo he dicho muchas veces.

—Sí, lo sé. Está hecha del mejor material, y un día vendrá un príncipe, me verá vestida con ella y me devolverá el estatus que nos han robado a nuestra familia.

—¡Exactamente! ¿Y debo creer que te la olvidaste en la casa de tu abuela? Ella está loca. Se la ha robado.

—Ella no la ha robado.

—Entonces, ve a buscarla.

—Lo haré. Te lo dije, en una semana volveré…

—En una semana, no. Ve a buscarla ahora. No puedes dejársela a esa loca. Podría terminar quemándola, junto con la casa y ella misma. Tal vez deberíamos hablar con el alguacil para que vaya con nosotras. Tendríamos que tomar el control de su casa y sus posesiones, eso sería mejor que dejarla que se lastime a sí misma.

Su madre probó el peso de la bolsa de monedas.

—Sí, tal vez deberíamos hablar con el alguacil lo antes posible.

Red no podía creer lo que estaba escuchando. Su madre no estaba siendo tan sutil como pensaba que era. Su madre quería el resto del oro de su abuela e iba a usar su caperucita perdida como excusa para conseguirlo. No podía permitir que eso sucediera.

—Te lo dije, madre, se me olvidó la caperucita ahí. La abuela no me la quitó. Ella está bien. No estaba actuando raro en absoluto. Fui yo. Yo me sentía rara. Me olvidé la caperucita allí y es algo que nunca hago.

Su madre la miró como si su nueva explicación fuera una traición a su plan recién tramado.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a dejar una reliquia familiar de forma tan descuida? ¿Sabes lo valiosa que es?

—¿Vale un acre de tierra? —preguntó Red recordando la historia de su abuela.

Su madre la miró atónita. Su tono cambió como si finalmente la hubieran atrapado.

—Vale un acre de tierra y más. Es el único objeto de valor que me dejó mi padre. Y no permitiré que la dejes por ahí como si fuera basura. Ve a buscarla.

—Te dije que la buscaré en una semana.

Su madre se mantuvo firme y fuerte como un oso.

—¡Ve a buscar la caperucita ahora! Y no vuelvas hasta que no la tengas.

Red se encogió al verla.

—Sí, madre.

Sin decir otra palabra, Red dejó su canasta y salió por la puerta principal. Fue una tontería de su parte provocar a su madre de esa manera. Se daba cuenta de eso entonces.

¿Qué más podía esperar de ella? Un animal atrapado siempre ataca. Y ahora se veía obligada a buscar a Tem por su cuenta. Ni siquiera podía volver a su casa sin su caperuza roja. Era la peor de todas las situaciones posibles.

Red siguió el camino hasta el lugar donde había visto a Tem por primera vez.

—¿Tem? —llamó de nuevo. Como no obtuvo respuesta, corrió lentamente las ramas y se metió entre los arbustos.

—¡¿Tem?! —gritó yendo hacia una dirección aleatoria en el bosque.

En realidad, no tenía idea de lo que estaba haciendo. No era ajena al bosque, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado allí. Las mujeres jóvenes no juegan en la tierra, le dijo su madre. Y por eso, dejó de jugar allí.

Sin embargo, había algo que la emocionaba. El bosque estaba vivo y lleno de imágenes y sonidos. Un coro de pájaros cantaba en los árboles y una cascada de insectos zumbaba, gorjeaba y silbaba desde la maleza. Era sencillo perderse siguiendo un sonido, entonces recordó que lo más importante de entrar en el bosque era saber cómo salir.

Con eso en mente, reparó en el sol. Era un poco más tarde que el mediodía. No sabía de la existencia de ningún pueblo que estuviera en la dirección de la que creía que provenía Tem, pero como estaba corriendo desnudo por el bosque, no podría haber venido desde tan lejos.

Después de lo que debieron ser dos horas de búsqueda, Red comenzó a perder las esperanzas. ¿Cómo se suponía que encontraría a un chico en medio del bosque si el chico no quería que lo encontraran? ¿Quién era Tem, de todos modos? ¿De dónde había venido?

No había hablado con ningún acento o ceceo especial. De hecho, su voz baja y tranquilizadora podía provenir de cualquier parte. Lo único que podía darle una pista de su identidad era lo perfecta que era su piel. Por lo que podía recordar, no tenía rasguños, cicatrices o vello corporal. Era como si hubiera nacido recién completamente formado de los mismos dioses.

Red continuó pensando en el cuerpo de Tem un poco más. Sus hombros y antebrazos fuertes; sus piernas gruesas y su hombría colgante, todo estaba grabado a fuego en su mente.

¿Por qué estaba desnudo? ¿Por qué actuaba tan indiferente al respecto? ¿No era impropio estar desnudo frente a una dama en el lugar donde vivía? ¿No lo habría pensado si la hubiera considerado bonita? ¿Era por eso que le había importado tan poco, porque no le había parecido atractiva?

Cuando concluyó su serie de preguntas, miró hacia arriba y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Había estado caminando sin pensar por lo que debió ser una hora y estaba perdida.

—¿Tem? —gritó de nuevo.

Esta vez obtuvo una respuesta. No era la respuesta que esperaba. Era un movimiento lejano en la distancia. Y no era nada que sonara amigable.

Decidida a dejar de llamar la atención, miró el cielo tratando de encontrar el camino de regreso. Examinando el bosque detrás de ella, se dio cuenta de que había prestado muy poca atención. Todos los árboles y arbustos se veían exactamente iguales. ¿En qué había estado pensando cuando se metió sola en el bosque?

Con el sol a su espalda, caminó hacia lo que suponía que era el este. Nada le parecía familiar y el sol se estaba ocultando rápido.

Pensó en Hunter. Estaba segura de que estaba por allí en alguna parte. Pensó en lo que podría estar cazando. Aunque no creía que le tuviera miedo a los lobos, había una razón por la cual el Rey ofrecía una recompensa por cada cabeza de lobo que le llevaban. Era porque el Príncipe, el único hijo del Rey, había sido asesinado por lobos. La historia decía que la Reina estaba de picnic con el Príncipe cuando el niño de dos años se fue y no regresó más.

El charco de sangre que encontraron les dio a entender a los cazadores del reino que había sido secuestrado. Y cuando encontraron una prenda del Príncipe cerca de una guarida de lobos, el Rey juró librar a su tierra de esas criaturas para siempre.

La muerte del Príncipe había ocurrido cuando Red era aún un bebé, por lo que ella nunca vivió un momento en el que no se temiera a los lobos. Y ahora estaba vagando sola por el bosque cerca de la puesta de sol y sin manera de defenderse si un lobo la atacaba.

Cuanto más oscuro se volvía el bosque, más se le aceleraba el corazón. Había sido tan estúpida como para no prestar atención a dónde iba. El camino tenía que estar en algún lugar en la dirección a la que se dirigía. Pero ¿qué tan lejos? Y ¿cuánto tardaría en llegar?

Llego a la conclusión de que la única gracia salvadora era que esa noche había luna llena. No habría tenido oportunidad de regresar si fuera una noche sin luna. Pero, en esas circunstancias, tenía una oportunidad de pelear.

Red examinó cada sonido tratando de detectar señales de peligro, mientras las hojas secas crujían bajo sus pies. Crujidos, silbidos, susurros que se acercaban de forma inquietante, todo era horrible. Entonces, cuando algo familiar apareció en la distancia, levantó su falda casi con un chillido y corrió hacia esa dirección.

—¿Abuela? —gritó cuando se acercaba a la puerta trasera.

Tal vez tenía un invitado, tal vez no. Tampoco importaba si su nieta estaba en peligro, ¿o sí?

—¿Abuela? —gritó cuando estuvo frente a la puerta.