EMPAREJADA CON EL JEQUE 2

Carla abrió los ojos de par en par y una ligera sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios. El palacio de su  Jeque era digno de admirar. Superaba sus imaginaciones más frívolas. Se mordió el labio mientras se le llevaba en silencio hacia allí.

Hasta ahora, Catar había sido un ensueño clandestino. Estaba disfrutando de los desconocidos e increíbles paisajes, sonidos y aromas. Sus acompañantes eran un séquito de hombres uniformados. Estos habían sido su compañía desde que se había bajado del avión. Ahora la flanqueaban a ambos lados como su fuera parte de la realeza. Al principio había sido desconcertante, pero recordó que se le iba a tratar como una princesa durante los próximos seis meses. Se adaptó por el momento, suprimiendo su sentido de consciencia occidental. No estaba acostumbrada a ver personas inclinándose hacia delante para servirla. Cada vez que los veía asentir y hacer reverencias, tragaba para dejar a un lado la culpabilidad.

Si esto era lo que el  Jeque quería para ella, pensó que aquello era lo que ella deseaba.

Entró en el castillo. Una mujer de mediana edad le colocó un fino pañuelo blanco alrededor de la cabeza. No le importó en absoluto. Mientras miraba alrededor, numerosos hombres y mujeres se colocaron de pie a los lados de su camino. Algunos llevaban atuendos tradicionales. No levantaron la cabeza para mirarla, excepto por un par de curiosos ojos verdes. Sin embargo, la chica, que no podía tener más de dieciocho años, se escondió detrás de un arco de ladrillo.

La grandeza del palacio pronto llevó su interés a otras cosas. Se abrieron enormes puertas talladas con una enérgica floritura y se encontró dentro de un dormitorio. Estaba decorado en granate oscuro y dorado, y Carla se sintió como una princesa. Una pequeña sonrisa apareció en su cara cuando se dio cuenta de que dos casas como la suya podrían caber fácilmente en aquella habitación. Había una puertas de cristal que llevaban al balcón y las vistas tras ellas eran increíbles. Las cortinas doradas se mecían con la brisa. Las apartó a los lados para poder salir.

Se quedó sin aliento. Sus ojos contemplaron la majestuosidad del país originario de su  Jeque. Una variedad de residencias y zonas comerciales aparecía repartida ante ella. Las cúpulas de las mezquitas, colocadas estratégicamente, parecían decorar el paisaje.

“¿Khatoon?” le preguntó desde detrás una de sus acompañantes.

Carla tuvo que obligar a sus ojos a desviarse del paisaje. Suspiró e inspiró con fuerza antes de girarse. El séquito de hombres y mujeres que le habían acompañado se inclinaban constantemente ante ella. Uno de los hombres se movió hacia la enorme y lujosa cama. Carla se acercó y vió un vestido estirado sobre las sábanas de seda color perla.

Se acercó tímidamente. Era un vestido largo con un corpiño ajustado y una falda larga hasta las rodillas. Junto a él había una camisa de la seda más fina. La emoción corría por sus venas con ondas de excitación. Asumió que el  Jeque se lo quitaría. Apenas podía esperar.

Diez minutos después, su emoción se había convertido en temor. La falda vaporosa no le favorecía en absoluto a sus caderas redondas y rellenas. Se sintió enorme y poco atractiva. Recorrió con la mente las chicas preciosas, pequeñas y delgadas que llenaban el palacio. Seguramente el magnífico  Jeque podía encontrar algo mejor que a aquella mujer redonda que veía en el espejo.

Sintiendo presión en el pecho, apartó los pensamientos nocivos a un lado. El  Jeque la había elegido. Ella era especial.

Levantó la mirada cuando un repentino frenesí de actividad la rodeó. Se llevaron bandejas enormes hacia el balcón y se colocaron sobre una mesa. Los sirvientes retiraron las tapas con incrustaciones de oro, y Carla se dio cuenta de que se trataba de un festín.

Se sentó en la silla con aprensión. Las mangas largas y completas se ajustaban perfectamente a sus brazos. El escote daba una tentadora visión de sus pechos redondos. De repente, se sintió guapa y femenina es aquel vestido.

El sirviente, un joven digno de aparecer en la portada de una revista, señaló hacia los platos inquisitivamente. A Carla le gustaba especialmente el pollo asado, así que gesticuló en dirección hacia él. Se le sirvió en el plato con rapidez. Se preparó para comer pero el sirviente siguió señalando. Carla asintió y en seguida tuvo la mitad de los platos de la mesa frente a ella.

Tan pronto como tuvo el plato lleno, aquellas mujeres y hombres bellísimos y de piel clara retiraron lo sobrante. Estaba sola en el balcón con un plato lleno de comida deliciosa.

Había tomado sólo un par de bocados cuando un hombre y una mujer volvieron. Sintió una ligera brisa desde la derecha y miró discretamente. El hombre sostenía un gran abanico de paja, decorado con joyas y seda. Movía el abanico de adelante hacia atrás y la mujer le ofreció instantáneamente una copa de agua.

Carla luchó contra la incomodidad. Sus valores arraigados forcejeaban para salir y decirles que dejaran de servirle; pero mantuvo la boca cerrada. Esa era la vida que el  Jeque quería para ella y ella no quería nada más que complacerle.

Después de la comida, se tumbó en una butaca tapizada de terciopelo. El hombre del abanico continuó su tarea, y la mujer trajo un cuenco de uvas negras maduras. Carla estiró la mano para cogerlas pero la mujer se inclinó, ligeramente escandalizada. Al siguiente instante, era Carla quien estaba conmocionada. La mujer le iba dando las uvas, introduciéndoselas en la boca una detrás de otra.

Carla sonrió y cerró los ojos. La cautivadora dulzura de la carne de las uvas explotaba en su boca. Todo lo que tenía que hacer era separar los labios para comer otra. Se sintió como la realiza, justo como le había prometido su  Jeque. Estaba en el paraíso.

Unos minutos mas tarde, Carla estaba atemorizada. Abrió los ojos y observó fijamente la escena. Paró a la mujer que le daba las uvas con un movimiento de la mano. Se miró a si misma y los pensamientos paralizantes volvieron. No pudo encontrar una razón coherente por la que el  Jeque contrataría un servicio de búsqueda de pareja.

Las mujeres le rodeaban y él podía elegir a la que quisiera. Sabía que los  Jeques eran conocidos por tener harenes llenos de mujeres. Entonces, ¿por qué ella? Si necesitaba compañía, podría haberla encontrado sin duda con un simple movimiento de cabeza. América era un viaje largo como para buscar algo que podías pedir recibir en tu propia habitación.

Un sonido continuo surgía del dormitorio. Carla vio a un grupo de mujeres entrando. Estaban haciendo su trabajo, ignorándola completamente. Carla volvió a sus pensamientos. Cuanto más pensaba en su aceptación como compañía del  Jeque, más desconcertada estaba. Frunció el entrecejo.

Se concentró arduamente en una mezquita de cúpula dorada en la distancia cuando una mujer gesticuló hacia ella. “Khatoon,” dijo la mujer, señalando hacia la habitación.

Carla caminó hacia ella, y la vestidora la dirigió hacia el baño. Era un camino largo, y cuando pasaron las cuarenta pisadas, la mujer habló en un inglés inmaculado.

“Su respetable  Jeque llegará dentro de una hora. Tiene que estar preparada”.

‘¿Preparada? ¡Estoy preparada!’ pensó Carla. Pero no tenía ni idea de lo que las vestidoras tenían planeado para ella. Le señalaron una enorme bañera blanca. Dentro del enorme baño de mármol con dibujos dorados, le retiraron el vestido y le pidieron que se sentara en las escaleras de las esquinas de la bañera.

De los pequeño s agujeros salía vapor que recorría su cuerpo, y en seguida Carla se dejó envolver por el reconfortante calor. Dos mujeres le frotaban el cuerpo con esponjas suaves, y otras dos comenzaron a afeitarle las piernas. Carla sólo tenía que cerrar los ojos y relajarse mientras ellas la preparaban. Sintió unos dedos deslizándose entre su vello púbico, lo que le hizo sacudirse repentinamente. Una mujer estaba aplicando jabón en su zona púbica, antes de blandir una cuchilla de afeitar dorada para afeitarla.

Carla enrojeció con incomodidad, pero separó las piernas de todas formas. Las mujeres sabían lo que estaban haciendo. Observó cómo la mujer le afeitaba el pubis con precisión. Cuando le enjuagaron el jabón, todo lo que quedó fue un  parche de vello con forma triangular.

Carla se sintió impresionante y sexy con el  triángulo de vello. Deseaba quedarse en la bañera, pero no preguntó en caso de que el  Jeque estuviera de camino. Se le pidió que se levantara, y le secaron el cuerpo con suaves toallas de color granate. Las botellas de perfume antiguas la envolvían en esencias que eran tan maravillosas que rozaban lo irreal.

Cuando volvió al dormitorio, todos los hombres se habían marchado. Carla se quedó sin aliento cuando las mujeres le quitaron la bata del baño y deslizaron una cuerda alrededor de su cuerpo. Se la ajustaron en su sitio y Carla se mordió el labio, dándose cuenta de que se trataba simplemente de una formalidad.