CANDENTE HEET

Capítulo 1

Dani

 

La mano me temblaba como un vibrador cuando colgué el teléfono.

―¡Lo he hecho! ¡No me puedo creer que lo haya hecho!

Me puse en pie de un salto, haciendo que mi silla rodase hacia la pared de cristal de la sala de conferencias. Chocó contra ella con un golpe contundente y debió de asustar a alguien, porque el detector de movimiento encendió las luces sobre la zona de cubículos, pero cuando miré no vi a nadie. Tardé un segundo en distinguir a la persona que más me gustaba ver en todo el mundo.

Rodeé a toda prisa la mesa y salí de la sala, echando a correr hacia Jax. Era él quien me había otorgado esta victoria y tenía que darle las gracias, así que me apresure en su dirección, tomé a aquel hombre musculoso entre mis brazos, y lo besé en los labios.

―Tu contacto ha funcionado ―le dije. Lo había dejado estupefacto―. ¡Me han cogido!

―¡Oh, genial! ―contestó, sin estar muy seguro de cómo debía responder.

¿Había sido buena idea darle un beso a mi compañero de trabajo? Mi sentido común me decía que no debería haberlo hecho pero, en fin, qué más daba. Jax era guapo, terriblemente sexy y hacía meses que estábamos al borde de ser algo más que amigos. Alguien tenía que decidirse a dar el paso, y lo había hecho yo. ¡Más que amistad, allá vamos!

―¿Está Ed? ―pregunté, dejando que mis problemas de atención me dominasen.

―Creo que se ha ido hace una hora ―dijo Jax, todavía con aspecto incómodo.

Solté a aquel hombre tan exquisito y troté hacia el despacho de Ed. Estaba entrada en carnes, así que trotar no era algo que hiciese muy a menudo, pero los momentos extraordinarios requerían medidas extraordinarias, ¿no te parece?

Me acerqué a la puerta cerrada y me asomé a la pared de cristal. La luz estaba apagada. Así que era cierto que no estaba, Jax tenía razón. No era que no le hubiese creído, pero mi lema siempre ha sido verificar mis fuentes incluso si confío en ellas. Era algo que el mismo Ed me había enseñado.

Como mi editor, Ed me había enseñado muchas cosas, tomándome bajo su cobijo desde mi llegada al periódico. Había habido muchas cosas que no había sabido al aterrizar allí con veintidós años. Demonios, ¿qué podía saber una chica recién salida de la universidad? Y había sido él quien me había guiado.

Cuando presenté mis primeros artículos, había sido Ed quien se había sentado conmigo y había usado su famoso bolígrafo lila para mostrarme todos los puntos en los que había metido la pata. Para que lo sepas, no había ni una sola línea donde no la hubiese metido. Y había sido Ed quien me había llevado a su despacho y había hablado conmigo después de mi primer fracaso amoroso… y del segundo… y del tercero.

Me había llevado mucho tiempo aprender las lecciones que tenía que aprender, y Ed había sido la persona que había invertido tiempo en asegurarse de que las aprendía. No es que fuese estúpida, para nada, pero sí cabezota. Muy cabezota, y además orgullosa de ello.

Pero Ed nunca había dado mi caso por perdido; todavía insistía y me empujaba para que siguiese escribiendo mejor y fuese mejor persona y, ahora que estaba a punto de hacer mía la noticia del siglo, quería compartir con él la buena nueva. Estaba tan entusiasmada por decírselo que hasta temblaba. ¿Qué iba a hacer con toda aquella energía si Ed no estaba?

―¡Jax! ―grité desde el otro extremo de la oficina vacía―. Tenemos que salir a celebrarlo.

Jax, aunque me había oído, no dijo nada hasta que volví a plantarme frente a él.

―Tengo que acabar el partido de los Knicks ―contestó, señalando el partido de baloncesto que estaba viendo en su teléfono.

―Deja que te resuma tu artículo: los Knicks aguantaron durante tres de los cuartos hasta que la estrella del otro equipo encestó y despertó a sus compañeros. Los Knicks se vieron superados en el último cuarto. Ya está, acabo de ahorrarte dos horas de tu vida.

―Dani, cualquier fan de los Knicks podría decirte que eso es lo que va a pasar, pero mis lectores confían en que les cuente por cuánto han perdido y por qué deberían mantener vivo un atisbo de esperanza incluso frente a una situación tan negra. Es mi trabajo.

Me miró con una expresión absolutamente sincera, pero así era su seco sentido del humor. En realidad, Jax era bastante divertido, pero la mayoría de la gente no se daba cuenta porque, ya sabes, nunca sonreía, tenía la constitución de un jugador de fútbol americano y a duras penas hablaba. Pero conmigo sí que hablaba, y por eso estaba tan segura de que estaba interesado en mí. O, como mínimo, aquello era lo que me decía a mí misma con tal de mantener vivo aquel romance jamás expresado.

―¿Cuánto le queda al partido?

―Dos minutos.

―Así que, contando las faltas… ―medité―. ¿Unos treinta minutos?

―Básicamente ―repuso Jax con un gesto que, en su cara, era el equivalente de una sonrisa.

―Vale, te propongo un trato: acabas de ver el partido, publicas por cuántos puntos han perdido, y te reúnes conmigo en el Flannery’s. ¿Entendido?

―Entendido.

Nunca antes habíamos salido por ahí los dos solos, y Jax había contestado tan rápido que sentí la necesidad de comprobar que nos habíamos entendido.

―No iras a dejarme tirada en el bar celebrándolo yo sola, ¿verdad?

―Me reuniré contigo allí ―reiteró.

―Porque, si me emborracho y acabo yéndome a casa con un desconocido y me mata, te sentirás muy culpable ―le dije sin acabar de creerle.

―Me reuniré contigo allí, te lo prometo.

―Vale. Genial. En ese caso, me adelanto para pedirme una copa. ―Sonreí y le guiñé el ojo.

Sí, le guiñé el ojo a Jax. ¿Y qué? Me sentía bien. Estaba segura de que, tras aquella noche, en mi futuro se cernía un premio Pulitzer, o como mínimo un premio Peabody.

Ed contaba con más de uno en su haber. De hecho, tenía toda una estantería, y dos de ellos los había ganado antes de cumplir los treinta. En comparación con él me estaba quedando rezagada, pero estaba segura de que me pondría al día gracias a la información que me había dado el contacto de Jax aquella noche.

Fui al baño antes de salir del edificio, hice mis necesidades y me quedé mirándome fijamente en el espejo mientras me lavaba las manos. Las cosas me habían ido mal durante mucho tiempo, pero debía admitir que por fin empezaba a levantar cabeza. Cualquier que me conociera hubiese podido decirte que no era famosa precisamente por tomar buenas decisiones. Mi madre, que no era mucho mejor que yo, siempre me decía que era demasiado impulsiva, algo que detestaba oír de niña.

Ed era el que había dado en el clavo; lo mío era pasión. Había tardado mucho tiempo en verlo pero, en cuanto lo hice, empecé a poder concentrar esa pasión como si fuese un rayo láser. Aquello no aliviaba la sensación que me poseía cuando me entusiasmaba tanto que me ponía a temblar y necesitaba hablar con la misma intensidad con la que Supergirl canalizaba el poder del sol, pero por eso había quedado con Jax, ¿no? Él nunca hablaba mucho, pero era capaz de transmitir muchas cosas con una mirada.

Puse rumbo al bar mientras rememoraba mi primer encuentro con él. Lo había conocido hacía un año, y Ed me lo había presentado como el nuevo periodista a cargo de los deportes. Al parecer había sido jugador profesional de fútbol americano durante varios años, pero su carrera se había visto truncada por una lesión. Por lo que yo sabía, ese tema todavía afectaba a Jax. Tras investigar un poco también había descubierto que su vida amorosa había sido una serie de relaciones breves, que vivía en una casa adosada en Brooklyn y que tenía dos bulldogs que compartían el nombre de Perro.

También habría podido decirte qué les daba de comer, cada cuánto los sacaba a pasear y la clase de mujeres a las que Jax prestaba atención cuando llevaba a sus mascotas al parque para perros, así que si te digo que los dos animales se llamaban Perro, te aseguro que puedes confiar en mí.

Y, antes de que empieces a pensar cosas raras sobre mí, te aviso que soy periodista de investigación. Mi trabajo es descubrir los detalles. ¿Crees que, si no hubiese acabado trabajando como periodista, seguramente hubiese terminado siendo una acosadora con varias órdenes de alejamiento? Bueno, es posible.

Lo único que puedo decir es: ¡gracias, Ed! Ese hombre me enseñó a usar mis poderes en favor del bien y a no caer en el lado oscuro. En serio, no sé en qué me habría convertido de no ser por él. Lo único que habría tenido a mi favor es que hubiese seguido siendo la mejor comprobadora de historias que había existido hasta la fecha. Y, en este caso en concreto, los datos que había comprobado me decían que era la clase de mujer que interesaba a Jax y que hacía meses que este no salía con nadie.

Ese detalle resultaba algo difícil de creer, considerando su aspecto. Era la clase hombre por la que toda mujer sacrificaría a su mejor amiga tirándola dentro de un volcán. Resumiendo, era sexy. Tenía varios tatuajes, pero no demasiados, y no importaba cuanto escarbase en su pasado, Jax seguía logrando retener un aura de misterio. Era como un regalo de cumpleaños al que te mueres de ganas de arrancarle el papel de regalo.

Me había pasado tantas noches despierta pensando en él que, si algún día mi clítoris acaba desapareciendo por la fricción, será todo culpa suya. Y habíamos quedado para tomar algo y celebrar mi éxito. ¡Joder, sí! ¡Por mí adelante!

Entré en aquel bar que tan bien conocía y miré a mi alrededor. Había pocos clientes, seguramente por la hora; de haber sido justo la hora de salir de trabajar, habría estado atestado, pero a aquellas alturas la mayoría de la gente ya se había ido a casa con su familia. Los únicos que quedaban eran las tristes figuras que casi vivían apoyados en la barra y los hombres de negocios que se hospedaban en los hoteles de la zona.

Por mí ya estaba bien así; los hombres con traje añadían algo de variedad al ir rotando de unos a otros. No me malinterpretes, no me refiero a que ofreciesen variedad como compañeros de cama. Simplemente eran buenas opciones para mantener una conversación. Me había hecho con varias buenas historias gracias a encuentros tardíos en aquel mismo bar y, ahora que me paro a pensarlo, también había habido sus buenas raciones de sexo.

Eh, he dicho que no eran compañeros de cama. Te aseguro que nunca se quedaban en mi cama más que el tiempo estrictamente necesario.

Pero la persona que había hecho aquellas cosas había sido una versión más joven de mí misma, y había madurado bastante desde aquella época. Ahora las únicas ocasiones en las que visitaba aquel bar era cuando salía con mis compañeros periodistas para tomar algo después del trabajo, y cuando todos aquellos sosos se marchaban para volver con sus familias yo también me iba.

¿Acaso importaba que a mí no me esperase nadie en casa más que una suscripción a Netflix de la que sacaba muchísimo provecho? Pues no. Ahora era una periodista respetable, algo que Ed me había enseñado a ser… ¡aunque era un asco!

―Un chupito de Dewar ―le pedí al camarero, eligiendo un poco de whisky.

―Marchando ―contestó.

No conocía a aquel hombre en concreto. ¿De verdad había pasado tanto tiempo desde mi última visita? ¿O es que aquel camarero solo trabajaba por la noche? Fuese como fuese, había algo en él que me hizo sentir cosquillas por dentro. Miré a mi alrededor y comprobé que había varios hombres presentes que me hacían reaccionar del mismo modo, y en aquel momento eché muchísimo de menos a mi antigua yo. Había habido una época en que los hubiese reunido a todos y los hubiese devorado.

Vale, quizás esté exagerando ligeramente, pero te prometo que, como mínimo, habría pasado una noche divertida. Lo cierto es que nunca había estado con dos hombres al mismo tiempo. ¿Sería tan ardiente como me imaginaba? Joder, lo único que podía hacer al respecto era usar la imaginación, porque una reportera respetable no hacía esas cosas. Gracias otra vez, Ed.

Pasaron treinta minutos y mi chupito de whisky se convirtió en dos chupitos, momento en el que empecé a ver cómo iba a ser mi noche. Ya me había parecido a mí que las cosas con Jax iban demasiado bien. ¿Qué creía, que iba a invitarle a tomar algo, que él aceptaría y que acabaríamos entre las sábanas?

Por supuesto que aquel método no funcionaba con Jax. Nada era fácil cuando se trataba de él. No era fácil ni hablar con él ni llegar a conocerle mejor. Hacía un mes que le había enviado un mensaje preguntándole qué tal estaba y todavía no me había respondido; aquel hombre era una caja fuerte cerrada a cal y canto, y resultaba increíblemente frustrante.

Bueno, pues si creía que iba a poder amargarme la noche, iba muy equivocado. Ya he mencionado lo follables que eran los hombres presentes aquella noche en el bar, así que, ¿por qué iba a irme sola a casa cuando todavía tenía algo que celebrar?

La pregunta era quién sería el afortunado a quien iba a alegrarle la noche. Volví a repasar la sala y vi a varios con mucho potencial, o al menos eso creía. Dos chupitos de whisky era bastante alcohol. Por un lado, me estaba ayudando a quitarme de la cabeza todas esas tonterías que me había metido Ed en el cerebro sobre lo de ser respetable, pero por el otro… ¿por dónde iba?

―¿Eso es whisky? ―dijo alguien a mi espalda.

Me giré para mirar. Lo vi y, ¡joder!

Era ligeramente aterrador, porque lo único que podía explicar que de repente tuviese a un ángel delante de mis narices era que hubiese muerto tras entrar al bar. Un ángel digno de pecar con él y perder los pantalones por el camino.

―Camarero, tomaré lo mismo que ella ―dijo el hombre con el acento británico más sexy que había oído en la vida.

Se sentó en el taburete aledaño y se giró hacia mí mientras yo seguía mirando embobada a aquel regalo de los dioses. Era como si estuviese esperando que dijese algo, pero me había quedado sin palabras. Su belleza me había dejado muda. ¿Qué me estaba pasando?

Aquella belleza se inclinó hacia mí.

―Es la primera vez que estoy aquí, ¿pero sabes qué es lo que me gusta de este sitio?

Yo seguía sin poder hablar. El hombre señaló algo por encima de mi hombro y me giré a mirar.

―Ese cartel dice «Abierto desde 1896», y es un cartel de neón. Es imposible tener más autenticidad.

―¿Se supone que eso es humor inglés? ―dije, recuperando de golpe la voz… y cierto mal carácter.

―¡Auch! No debe de serlo si hace falta que lo preguntes ―repuso, riéndose por lo bajo.

―No, sí que ha sido divertido. Así es cómo me río a lo inglés ―contesté con gesto inexpresivo.

―Oh, ¿así que has estado en Londres?

Esta vez sí que me reí.

―Vale, me has pillado ―le dije sonriendo―. ¿Eres de allí?

―Entre otros lugares, sí.

―¿Qué haces en Nueva York?

―¿Esta noche? Creo que esta noche he estado buscándote ―dijo, mirándome a los ojos.

¡Ugh! Lo único peor que aquella frase de ligoteo era lo bien que estaba funcionando conmigo, porque estaba claro que yo sí que lo había estado buscando a él. Le toqué el antebrazo que tenía apoyado sobre la barra y noté cómo se movían los músculos que ocultaba su camisa cara.

―¿Ah, sí? ¿Y por qué me estabas buscando?

―Usa la imaginación ―contestó, poniéndose algo más serio.

No hacía falta que me lo dijese; mis partes femeninas ya estaban en plena efervescencia. Aquel tipo debía de ser el hombre más atractivo que había visto nunca, y había sido él el que se me había acercado. No había nada en su persona que no me gustase.

―No sé, tengo una imaginación muy grande ―le dije, flirteando.

―Me alegro de que te gusten las cosas grandes. ―Aquella frase me hizo tragar saliva.

―Puedo imaginarme, por ejemplo, que vamos juntos a otro sitio ―mencioné.

―Tengo una habitación cerca.

―Vamos ―dije, encantada con la dirección en la que estaba yendo todo.

Aquel hombre dejó un billete de cien dólares sobre la barra y prácticamente nos fuimos corriendo. Me detuve junto a la calzada, esperando que cogiéramos un taxi.

―No, la habitación está cerca de verdad ―dijo mi acompañante, tendiéndome la mano.

La acepté y seguí a aquel desconocido en dirección a la oscuridad de la noche. Debo admitir que mis pasos no eran precisamente firmes, pero ocultaba bien mi borrachera. Hubiese sido imposible que mi elegido para la noche la notase, pero el problema era que yo sí que estaba notando el alcohol. Y, con cada paso que daba, más vueltas parecía que daba el mundo a mi alrededor.

¿Dónde demonios estábamos yendo? ¿Y cuánto tiempo llevábamos caminando? ¿Veinte minutos? ¿Una hora?

―A la porra ―siseé, distinguiendo un callejón.

Empujé a mi acompañante y este no se resistió. Parecía más bien bastante interesado, arrinconándome contra la pared y adueñándose de casi la mitad de mi rostro con una mano. No me había dado cuenta de que tuviese las manos tan grandes, y también era mucho más alto que yo. ¿Cuánto debía medir, metro noventa? Era un tipo enorme. Y, cuando se hizo con todo mi ser con un beso, decidí que le entregaría todo lo que pidiese de mí.

Abrí la boca, dándole acceso, y nuestras lenguas se encontraron en una explosión de placer. Me sentí todavía mejor cuando aquella mano enorme me apretó el pecho. Necesitaba tenerlo dentro de mí más de lo que necesitaba respirar. No me importaba nuestra ubicación y, aunque sabía que alguien podía vernos en cualquier momento, aquello no hacía más que aumentar la excitación.

Deslicé las manos por su espalda, descendiendo poco a poco hasta el culo. Era tan firme. Aquel hombre no era un ángel, sino un dios griego con unas nalgas de acero. Las apreté, adorándolas; estaba tan en forma que era como apretar un par de jamones.

Me perdí en la sensación, separándole ligeramente las nalgas, y aquel gesto hizo que su miembro se apretase contra mi estómago. Estaba claro que no había exagerado al hablar de cosas grandes. No solo estaba erecto, sino que tenía un tamaño considerable. Sentirlo contra mí me hizo desearlo todavía más.

No recuerdo en qué momento mis manos perdieron contacto con su culo, pero pasó, y lo sé porque al instante siguiente noté cómo mis dedos forcejeaban contra el botón de sus pantalones. El momento que me llevó desabrocharlo se me hizo demasiado largo, y tomé al instante su hombría en cuanto logré colar la mano por el hueco de la cremallera. Era como sujetar un pepino, uno de esos gruesos. Habría sido feliz teniéndolo eternamente entre los dedos de no ser por el modo en que me ardía la entrepierna de puro anhelo.

Estaba a punto de dejarme caer de rodillas y consumirlo por completo cuando aquel hombre me agarró por el brazo y me obligó a darme la vuelta. Me manejaba como si fuese una muñeca de trapo, y me encantaba. Me sujetó las manos, haciendo que las colocase contra la pared, y me hizo inclinarme hacia delante mientras él me desabrochaba los pantalones y me los bajaba.

Me sentía tan vulnerable, tan expuesta. No sabía qué hacer. Por suerte, no hizo falta que hiciese nada; mi acompañante me había puesto una mano enorme en la cadera y buscaba mi entrada con su miembro. Sí, era grande, y sentí cómo su glande se deslizaba por mi clítoris. Era como tener un brazo entero entre las piernas y, cuando encontró mi sexo y se adentró en mi cuerpo, lo único que fui capaz de hacer fue gemir.

Tenía las piernas bien separadas y su miembro me penetró de repente, pillándome por sorpresa. Mi sexo se tensó a su alrededor como si fuese un invasor, o quizás fuese que era incapaz de relajarme, pero eso cambió cuando el desconocido usó la mano que tenía libre para tirarme del pelo. No lo catalogaría como un gesto relajante, pero sí terriblemente excitante. Aquel hombre me estaba controlando de todos los modos posibles, y no me quedaba más que ceder por completo bajo su voluntad.

Empezó a follarme con fuerza en cuanto mi cuerpo se rindió. Estaba completamente a su merced, y lo único que me sostenía en pie era su agarre. Sin él, me habría caído al suelo. Empezaba a sentirme las piernas como echas de gelatina, a punto de desplomarme de todos modos; mi acompañante era demasiado grande y sabía follar demasiado bien. Tenía que concentrarme únicamente con tal de no perder el equilibrio. Y, cuando chillé como una gata callejera en celo, él no tardó en unirse con un rugido digno de un león.

Dios, sí que había estado bien, y me quedó corta con esa expresión. Había sido jodidamente genial. Todo me daba vueltas, y estaba segura de que no se debía al alcohol porque empecé a soltar risitas. Siempre me entra la risa después de los mejores orgasmos. No podía evitarlo, me sentía tan feliz, pero aquello no hacía que me olvidase de que estaba en un callejón con el pene de un desconocido dentro de mí.

¿Qué demonios había hecho? No era que me arrepintiese porque, tal y como he dicho, había sido jodidamente fantástico, pero lo cierto es que no había sido mi mejor momento. Me había hecho falta una sesión de sexo, pero ya había cubierto esa necesidad. Ahora lo que tenía que hacer era largarme de allí.

Me puse en pie, sintiendo todavía aquella polla maravillosamente dura penetrándome, y la saqué poco a poco de mi cuerpo. Mi acompañante se irguió conmigo, evitando salir de mi sexo demasiado deprisa. Quizás no quería que aquel momento llegase a su fin. Fuese cual fuese la razón, retrasó el fuerte sonido húmedo que se oyó en cuanto se apartó por completo. Casi pude oír como mi vagina decía: «Y no vuelvas». A saber por qué se mostraba tan desagradecida; las dos sabíamos que habíamos estado desesperadas por sexo, aunque supongo que no nos habíamos esperado ese tamaño.

El hombre apoyó las manos contra la pared, a ambos lados de mi cuerpo, y yo aproveché para subirme los pantalones. Me di la vuelta hacia él mientras me los abrochaba y volví a mirarlo. No me había equivocado; definitivamente era uno de los hombres más guapos que había visto nunca. Todavía no lograba creer que alguien como él se hubiese interesado por alguien como yo.

Pensar en ello hizo que me inclinase hacia él y lo besara en los labios y, al hacerlo, bajé la mano y volví a apretarle el miembro. Todavía estaba prácticamente erecto. Todo él era maravilloso y perfecto. No me olvidaría de él, pero había llegado el momento de marcharse.

Me agaché para pasar por debajo de su brazo, momento en el que me percaté que olía a almendras. ¿Era un jabón, o su olor natural? No lo sabía, pero era fantástico. Así sería como lo recordaría: el hombre que olía a almendras.

Pero tenía que irme de una vez por todas. Y he de decir en favor del desconocido que no intentó detenerme; simplemente se quedó mirando cómo me alejaba. Ni siquiera se subió los pantalones.

Salí del callejón, miré a mi alrededor en busca de un taxi y paré al primero que pasó por la calle, metiéndome dentro. Mi acompañante todavía no había emergido de entre las sombras. ¿Qué estaba haciendo ahí dentro? Quizás vivía allí, a saber. De lo que estaba segura era de que, en el futuro, iba a inventarme muchas fantasías sobre él mientras me masturbaba.

―¿A dónde? ―preguntó el taxista.

Le di mi dirección y me puse cómoda en el asiento. No vivía precisamente cerca, razón por la que normalmente cogía el metro, pero había sido una noche más que buena y me apetecía concederme un capricho antes de ponerle punto final. Además, todavía estaba bastante borracha y no quería tener que ponerme a pensar en dónde estaba y cómo podía llegar a la estación de metro más cercana. Algo así habría consumido por completo mi buen humor.

En cuanto llegamos saqué la tarjeta de crédito y pagué con ella. Ni siquiera me molesté en preguntar por cuánto había salido el viaje; aquel sería un problema que debería afrontar la Dani del día siguiente, mientras que la Dani nocturna seguiría vigente durante unas cuantas horas.

Subí los tres tramos de escalera hasta mi apartamento de dos habitaciones y me dejé caer en la cama sin siquiera quitarme la ropa. Detestaba dormir vestida, pero no podía moverme; solo me quedaba energía suficiente para llevarme una mano entre las piernas y recordar lo que había ocurrido. La calidez que sentí en la palma me relajó. Aquel desconocido había sido tan increíblemente enorme; desde luego no iba a olvidarlo en breve.

 

 

 

La euforia de la noche anterior ya había desaparecido por completo para cuando me desperté a la mañana siguiente. Me di la vuelta y lo primero que me pasó por la cabeza fue que debía de haber cogido la gripe. Sentía una incomodidad por todo el cuerpo y me dolía la cabeza, y me llevó un rato comprender que lo que tenía era resaca. Tardé todavía más en recordar lo que había hecho y con quién lo había hecho.

No me sentía precisamente bien. Nada de todo lo que había ocurrido me hacía sentir bien. Lamentaba hasta el último segundo de la noche anterior, y juré por todos los cielos que, si se me permitía sobrevivir, jamás volvería a beber tanto.

Miré el reloj y me percaté de que no tenía tiempo para darle demasiadas vueltas, tenía que ir a trabajar, algo que me recordó quién era el culpable de mi resaca. Jax. Aquel capullo me había dicho que se reuniría conmigo y después me había dejado plantada. ¿Qué clase de gilipollez era aquella?

De haber venido tal y como me había dicho que lo haría, lo más seguro es que no hubiese bebido tanto, y desde luego no me habría liado con un desconocido.

Oh, espera, el desconocido. Acababa de acordarme de él. O eso creía. La persona que recordaba era un Adonis de piel tostada que olía a almendras, pero aquello no podía ser verdad, ¿no? Los humanos no eran tan guapos. Me pregunté qué aspecto debía de tener en realidad.

Me acordé de su polla nada más salir de la cama, y fue porque todavía podía sentir los efectos secundarios. Desde luego había dejado huella a su paso, y yo había acabado dolorida. ¿Había usado un miembro viril, o el puño? Porque, ¡Dios! ¿En qué había estado pensando al dejar que me penetrase algo así?

Lo que sí sabía era que, en su momento, la sensación había sido magnifica, así que quizás no me arrepintiese de todo lo que había pasado. Pero aquello no cambiaba el hecho de que Jax era un capullo de primera categoría por dejarme plantada. En aquel instante ni siquiera lograba pensar en qué era lo que me atraía de él.

Hice de tripas corazón, todavía de mal humor por mi increíble resaca, y me duché, vestí y puse rumbo al trabajo. Las gafas de sol me ayudaron en el tramo hasta el metro, pero no era suficiente.

―Espera, ¿pagué el taxi que me trajo? ―me dije al acordarme de aquel detalle―. ¡Mierda!

A pesar de lo que creen muchos, los periodistas de periódico no cobran demasiado. Aquel gasto pesaría en mi tarjeta de crédito durante meses. Era en momentos como aquel cuando fantaseaba con la posibilidad de irme a vivir en mitad de la nada y crear una granja. Habría podido ser granjera, ¿no? Y, por la cantidad que pagaba por mi alquiler en Nueva York, seguro que podía permitirme comprar una casa en algún sitio como Idaho. Y además una bien grande. Demonios, con tres mil dólares al mes bien habría podido elegir toda una mansión.

Me arrastré hasta la oficina con la intención de apoyar la cabeza sobre mi escritorio y quedarme así durante el tiempo que hiciese falta hasta volver a sentirme como un ser humano, o como mínimo aquel había sido mi plan hasta que Susan, la becaria más reciente del departamento de noticias, me interrumpió. ¡Maldita Susan!

―¿Qué? ―pregunté, refunfuñona.

La pobre muchacha estaba casi temblando. Sabía que la intimidaba, ¿pero qué iba a hacer yo? Ser periodista implicaba llevar una vida difícil; más le valía madurar o encontrar otro empleo.

―Ed ha dicho que te enviase a su despacho en cuanto llegases.

¡Oh, joder, Ed! Era verdad, todavía no le había contado lo de mi exclusiva. Ah, sí, la exclusiva, mi futuro premio Pulitzer.

Casi me había olvidado de ella. De hecho, me había olvidado por completo, y acordarme me dio una razón para seguir adelante. A Ed le encantaría mi exclusiva. Sí, en ocasiones mis acciones resultaban decepcionantes, como por ejemplo las de la noche anterior, pero estaba segura de que, gracias a mi historia, lograría que se sintiese orgulloso.

Reuní una energía que no había sabido que poseía y dejé atrás a aquella veinteañera temblorosa, alejándome con una sonrisa. Me moría de ganas de ver la sonrisa que dibujaría Ed en cuando le explicase lo que había descubierto. Seguro que me decía que era la mejor periodista del mundo y que no había nadie en todo el periódico que me llegase siquiera a la suela de los zapatos. No es que la opinión de los demás me importase demasiado, pero la de Ed era fundamental. A veces las cosas que me decía me dolían, pero sabía que esta vez todo sería felicidad.

―¡Ed, tengo una exclusiva para ti! ―exclamé, irrumpiendo en su despacho.

Lo que vi al entrar me pilló por sorpresa. El hombre fuerte, robusto y entrado en canas que normalmente gobernaba la sección de noticias con puño de hierro se encontraba sentado de espaldas a la puerta, y los hombros caídos le hacían parecer frágil y más mayor de lo habitual. Sabía que hacía tiempo que había cumplido los setenta, pero hasta aquel momento jamás había aparentado su edad. ¿Qué estaba pasando? Ed se dio la vuelta y me quedé petrificada, absolutamente asombrada al ver lágrimas en los ojos de mi mentor.

―Cierra la puerta, por favor ―dijo con una lentitud con la que jamás le había oído hablar.

Obedecí, incapaz de pronunciar palabra.

―Siéntate ―continuó, señalándome la silla al otro lado de su mesa.

No quería decir nada. Estaba asustada, pero tenía que saber qué era lo que ocurría.

―Ed, ¿qué pasa?

Sus ojos, cuando se posaron en los míos, me parecieron lo más triste que había sobre la faz de la Tierra. Me dieron ganas de llorar con solo verlos. Me lo quedé mirando, sin aire en los pulmones.

―Dani, sabes que nunca me he ido por las ramas contigo, y no pienso empezar ahora. Esta mañana he recibido una noticia, y no es buena.

Oh, no.

―Dani, me muero.

«¡Oh, joder!» pensé, sobrecogida.

―¿Cómo? ―pregunté mientras las lágrimas me corrían por el rostro.

―He estado sufriendo dolores de cabeza y mi esposa por fin logró convencerme de que fuese al médico, pero ya era demasiado tarde. Es un tumor.

―¿No pueden extirparlo o algo parecido? ―inquirí en voz baja, aunque ya sabía la respuesta.

―No. Es demasiado grande, está demasiado avanzado y está en la zona equivocada. Puedes escoger la razón que más te guste ―dijo, dolorido.

―Ed… ¡Lo siento muchísimo!

―Sí ―musitó, dándose la vuelta―. Pero no te he pedido que vengas por eso. Lo he hecho porque, cuando ya no esté, necesitarán que alguien ocupe mi puesto.

―¿Por qué estás pensando en esas cosas? Eso es lo último que debería preocuparte ―le contesté. A duras penas lograba mantener la compostura.

―No. Tengo muchas cosas en las que pensar. Dani, he cometido muchos errores a lo largo de mi vida, y uno de ellos es que he pasado demasiado tiempo aquí dentro. Este periódico me importaba más que mis propios hijos.

―No, Ed. Sabes que eso no es cierto. Adoras a tus hijos.

―Dani, no sabes qué es lo que adoro, así que no vayas afirmando cosas que no sabes. Sé que, en las épocas de mi vida en las que me vi obligado a elegir entre pasar tiempo con mi familia y estar aquí, elegí estar aquí. Ahora veo que fue un error, pero ha llegado el momento de hacer frente a la verdad.

―De acuerdo ―accedí; estaba dispuesta a decir lo que fuese con tal de hacerle sentir mejor.

―Consideraba este sitio como mi mundo entero. Veía a este periódico como mi legado, un legado más importante que incluso el de mis hijos.

―Es un gran legado, Ed.

Me miró con escepticismo.

―Me alegro de que opines así, porque quiero que ocupes mi silla cuando ya no esté.

―Quieres que me quede tu despacho.

―No, Dani, no quiero que te quedes simplemente con mi despacho. No seas tan densa. Lo que quiero es que seas editora en jefe del periódico, y voy a recomendarte para el puesto.

―¿Yo? ¿Por qué yo? ―pregunté, sorprendida―. No estoy lista para algo así.

―Dani, eres la mejor periodista que hay aquí. No dejes que absolutamente nadie te diga lo contrario. Y más te vale serlo, porque te he enseñado todo lo que sé. Eres mi legado tanto como lo es este sitio, y precisamente por eso quiero que cuides de él y lo trates como es debido. ¿Harías algo así por mí?

Me lo quedé mirando sin saber qué decir. Tenía la sensación de tener la cabeza metida en una centrifugadora. Nada parecía real. Recé para que todo aquello no fuese más que un sueño, pero sabía que jamás hubiese podido soñar algo tan horrible.

―Por supuesto, Ed. Cuidaría de tu legado a riesgo de mi propia vida.

El anciano que tenía delante sonrió; fue el primer atisbo del hombre al que conocía.

―Solo hay un problema ―continuó―. En previsión de mi inevitable jubilación, el dueño del periódico ha estado ejerciendo presión para que sea otra persona la que ocupe mi puesto.

―¿Quién?

―El dueño quiere a Jax Watt.

Volví a quedarme mirándolo una vez más. No estaba segura de haberlo oído bien.

―¿Jax Watt, el periodista deportivo?

―Sí. ¿Te puedes creer tamaña gilipollez?

Me eché hacia atrás, pensándomelo.

―No. Solo lleva un año en el periódico, y trabaja en la sección de deportes.

―Y el asunto es todavía peor. Este ha sido su primer trabajo como periodista; antes de que yo le enseñase, jamás había escrito un artículo.

Sacudí la cabeza, esperando que con ello mi cerebro lograse empezar a darle sentido a todo.

―No lo entiendo. ¿Por qué iba a elegirlo a él? ¿Es que no ve que es un error?

―No lo sé. Supongo que ese hijo de puta privilegiado no aprecia las noticias como lo hacía su padre. Deja que te diga una cosa: Nadin Ray era un hombre de diarios. Las noticias le importaban, y comprendía el papel que interpretamos en el funcionamiento de la democracia. No sé qué decirte. Quizás el nuevo dueño tenga razón y yo no sea más que un fósil de una época ya pasada. Los deportes son los que generan los ingresos en este periódico, así que quizás debería gestionarlo todo alguien de la sección de deportes. Quizás debería morirme y ya está.

―¡Ed, no! No digas eso. Tienes razón, esto es tu legado. Has construido algo maravilloso, y nada de lo que has sacrificado ha sido en vano. Has ayudado a dar forma al mundo y, cuando llegue el momento de que otra persona ocupe tu puesto, si de verdad quieres que sea yo quien lo haga, entonces así será.

Ed sonrió, logrando que el calor floreciese en mi corazón.

―Eso es lo que quería oír. Esta noche hay un evento al que asistirá el dueño. Quiero que tú también vayas; serás mi acompañante. Quiero que le demuestres por qué eres la adecuada para manejar el periódico cuando ya no esté. Quiero que me hagas sentir orgulloso.

Y aquello fue lo último que le oí decir, porque en aquel momento por fin empecé a procesar todo lo que me había dicho. Ed me había dicho que se moría. Me había dicho que tenía que ocupar su puesto en el periódico o, de lo contrario, toda su vida carecería de sentido. Era mucho que interiorizar, y en aquel momento era más de lo que podía manejar.

Debió de ser entonces cuando salí de su despacho y me senté a mi mesa. No estoy segura de cuánto tiempo pasé allí porque, cuando miré a mi alrededor, descubrí que estaba en el metro en dirección a casa. Sabía que no había acabado mi jornada de trabajo porque todavía era de día, pero aun así ya estaba volviendo, y recordaba a alguien diciéndome que tenía que concentrarme.

¿Había sido Ed o Jax? ¿Por qué me iba a decir algo así Jax? No estaba segura, así que tenía que haber sido Ed, ¿no?

No importaba quién hubiese sido, porque ahora ya sabía por qué estaba volviendo a casa. El evento del que me había hablado Ed era aquella noche, y tenía que hacerle sentir orgulloso. Tenía que impresionar al dueño del periódico para que me permitiera sustituir a Ed.

¿Cómo iba a lograrlo? No lo sabía, pero lo que sí sabía era que todo empezaba planificando lo que me iba a poner. Tenía que vestirme para impresionar, significase lo que significase eso, y era imprescindible que averiguase qué puñetas significaba.

Todavía estaba sentada en el metro cuando recordé que el evento era una recepción de gala en un museo. ¿Cuándo me había dicho Ed aquello? No me acordaba, pero significaba que lo de vestir para impresionar incluiría encontrar un vestido de cóctel. ¿De dónde iba a sacar un vestido de cóctel?

Me puse en pie en cuanto nos acercamos a mi parada, cogiendo la mochila y bajándome del vagón. Caminé hacia mi bloque de apartamentos, sintiéndome todavía atontada, y subí los tres tramos de escaleras. Llegué arriba falta de aliento y comprendiendo que todavía tenía algo de resaca; había elegido la peor de las noches para excederme con las copas. Y, gracias a la presión añadida de la noticia de Ed y de su petición, tenía la cabeza como si fuese a explotar.

Entré en el apartamento y miré el reloj. Tenía tres horas para ducharme, peinarme, maquillarme y probarme todas y cada una de las prendas que poseía para acabar decidiéndome por la primera opción de todas. Aquel era el ritual que seguía siempre que me aventuraba al exterior, pero no estaba segura de que aquella vez fuese a funcionar. Sabía bien lo que había en mi armario, y no tenía nada que se acercase siquiera a un vestido de cóctel.

No era la clase de mujer que iba a muchos eventos de gala; lo mío era más bien emborracharme a base de whisky en cualquier antro y después liarme con un desconocido en un callejón. Sí, lo de la noche anterior había sido Dani en su máxima expresión.

Cumplí todos los pasos de mi estrategia hasta llegar al momento de probarme el primer conjunto. Sabía que era un instante crucial. Eligiese lo que eligiese, lo más seguro es que acabase poniéndomelo quince minutos antes de tener que salir pitando por la puerta, pero el problema era que no contaba con nada lo suficiente elegante como para asistir a una gala en un museo.

Aquella noche iba a ser un desastre. El hombre que ejercía más el papel de padre que mi propio padre contaba conmigo para darle sentido a su vida, e iba a echarlo todo a perder porque no tenía nada que ponerme.

La presión fue aumentando hasta dejarme sin aliento, momento en el que se abrieron las compuertas y me eché a llorar. Ed se moría. El hombre que lo era todo para mí se moría. No podía lidiar con aquello. No podía lidiar con nada.

Se suponía que, de algún modo, debía lograr vestirme, sonreír e impresionar a la gente, y ni siquiera era capaz de elegir qué ponerme. Demonios, ni siquiera conseguía dejar de llorar. Mi mundo se derrumbaba a mi alrededor. Era demasiado. ¡Todo era demasiado!

Lo más seguro es que hubiese caído en un estupor del que me habría costado salir de no ser porque, en aquel preciso instante, llamaron al timbre. Estuve a punto de no contestar; los únicos que llamaban a mi timbre eran repartidores y gente que se había equivocado de piso.

No sé cuál de esas dos opciones esperaba que fuese, pero algo me dijo que me levantase y contestase. Así que levanté mi culo sollozante de la cama y fui hacia el telefonillo.

―¿Sí? ―dije mientras resoplaba y sorbía por la nariz.

―Tengo un paquete para Dani Spelling ―dijo una voz de tono relajado.

Intenté recordar qué podía haber comprado en Amazon, pero no se me ocurrió nada. Aun así, cabía la posibilidad de que hubiese comprado algo durante mi borrachera, así que pulsé el botón para abrir la puerta del bloque de apartamentos y me esforcé por controlarme.

Pasaron varios minutos hasta que llamaron a mi puerta y, cuando abrí, era el repartidor. No reconocí el uniforme que llevaba, y tenía un paquete entre las manos. No logré pensar en nada que pudiese caber en una caja con una forma tan curiosa.

―Firme aquí, por favor.

Firmé ahí donde me pedí y el repartidor me tendió la entrega. Al parecer en realidad eran dos paquetes, pero aun así no sabía de qué podía tratarse. Cerré la puerta y dejé las cajas sobre la isleta que separaba la cocina del salón comedor.

Decidí abrir primero el paquete de mayor tamaño. Era una caja gruesa de seguramente un sitio caro y, fuese lo que fuese, era imposible que yo pudiese permitírmelo. Tras pagar el taxi de la noche anterior, estaba más que claro que no me quedaba hueco en el presupuesto para la comida de la semana.

Dejé la tapa a un lado y rebusqué entre el elegante papel de seda hasta distinguir algo que jamás me habría esperado. En la caja había un vestido de cóctel negro. ¿Cuándo había comprado yo algo así? Estaba segura de que no lo había hecho. El único momento en el que podía haberlo comprado había sido durante la noche anterior, antes de perder el conocimiento, y por aquel entonces no sabía que fuese a hacerme falta un vestido… no digamos ya los zapatos de tacón a juego que había en el segundo paquete.

Sostuve el vestido en alto. Era precioso, y hasta parecía ser de mi talla. ¿Cómo era posible? Tenía que ser cosa de Ed, ¿verdad? Era el único que sabía que iba a asistir al evento, aunque jamás hubiese supuesto que supiese tanto sobre moda.

 Ed era muchas cosas maravillosas, pero apasionado de la moda no se contaba entre ellas. Lo más probable es que llevase dos años yendo a trabajar con la misma camisa y los mismos pantalones, pero tenía más de setenta años y contaba con el número personal de todas las personas poderosas de Nueva York. ¿A quién le importaba cómo se vistiera?

Así que, ¿cómo había sido capaz de elegir un vestido como aquel? Y, con todo lo que estaba pasando en su vida en aquel momento, ¿cómo podía siquiera pararse a pensar en mí y en lo que me iba a poner aquella noche? El que cuidase de mí de aquel modo me emocionaba más de lo que era capaz de expresar.

Volví a estallar en sollozos cuando me miré al espejo mientras sostenía el vestido contra mi cuerpo. Ahora sabía que fallarle era completamente impensable; tenía que controlarme y mostrar la mejor versión de mi persona. Ed contaba conmigo, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de no decepcionarle.

Me puse el vestido, sintiéndome más glamurosa de lo que me había sentido en toda la vida. A duras penas lograba reconocer a la mujer que me devolvía la mirada en el espejo. Estaba buenísima. ¿Dónde demonios había estado durante todo aquel tiempo? Y, cuando me puse los tacones para completar el conjunto, tuve que admitir que me sentía como toda una princesa.

Sé que la ropa no importa y que lo que cuenta es la exclusiva que puedas presentar frente a tu editor, pero mientras me miraba al espejo empecé a sentir una confianza en mí misma que jamás había poseído. Estaba lista para conocer al capullo rico que estaba intentando echar por la borda el legado de Ed, y esperaba que él también estuviese preparado, porque no sabía lo que se le iba a echar encima.

Me quité los tacones y me puse unas cómodas zapatillas de deporte, guardando los otros zapatos en la mochila antes de salir del apartamento. Decidí no arriesgarme a sentarme en el metro, no fuese a acabar con un chicle pegado en el culo. No dejaría que nada fuese mal aquella noche; era demasiado importante. Y, por encima de todo, tenía que hacer gala de mi mejor comportamiento. Nada de whisky, nada de flirteos inapropiados, nada de malas decisiones. En otras palabras: no era la noche adecuada para ser yo misma.

Salí del metro en la Avenida 86 y caminé las tres manzanas que me separaban de la Quinta, seguidas de otras cuatro hasta llegar a la entrada del museo. Me sentí abrumada por todo lo que me recibió. No escribía artículos para el departamento de ocio y entretenimiento, así que no estaba acostumbrada a tanto glamour, pero aquello fue precisamente lo que me encontré.

Había limusinas haciendo cola durante varias manzanas a la espera de detenerse frente a la galería de arte, donde habían extendido una alfombra roja que cubría las escaleras, y los destellos de las cámaras eran tan cegadores que resultaba difícil ver. Fuese lo que fuese que estuviese ocurriendo allí, era importante, así que me tocaba fingir que estaba en mi salsa.

Sujeté con más fuerza mi mochila al pensarlo, y el corazón se me aceleró mientras miraba a mi alrededor. Me acerqué a la entrada y un hombre vestido de esmoquin me llamó la atención.

―¿Puedo ayudarla? ―preguntó aquel guardia de seguridad enorme y elegante.

―Sí, se suponía que iba a reunirme con alguien por aquí. ¿Sabe dónde debería ir?

El hombre me miró como si no me creyese. Sentí cómo mis agallas volvían a cobrar vida y estaba a punto de meterle algo de miedo en el cuerpo cuando recordé que todavía llevaba puestas las zapatillas de deporte y que cargaba con una mochila.

―Soy de la prensa ―dije, asumiendo que así era.

Su expresión incrédula se desvaneció y me señaló vagamente una entrada lateral antes de perder por completo el interés en mí y apartar la vista.

―Gracias ―musité antes de marchar en esa dirección.

Seguía completamente fuera de mi ambiente, pero lo que encontré al cruzar la puerta para los que no eran famosos se acercaba más a lo que estaba acostumbrada. Sí, todo el mundo iba emperifollado, pero al menos era como cualquier otro evento en el que hubiese una lista para entrar.

―¿Su nombre, por favor?

―Dani Spelling ―le dije a la mujer mayor cuyos pechos parecían a punto de escaparse del vestido.

―No lo veo ―me informó.

―Soy la acompañante de Ed Granger ―añadí, preguntándome si aparecía siquiera en la lista.

Ya estaba empezando a trazar varios planes alternativos cuando la mujer volvió a hablar.

―Ah, sí. Ed Granger. Puede pasar.

―Gracias.

―Umm… ―exhaló la mujer cuando estaba a punto de alejarme.

―¿Qué? ―pregunté. No me gustaba su tono engreído.

Sus ojos descendieron por mi vestido hasta llegar al suelo.

―Ah, cierto. Los zapatos ―concedí. Ya me había vuelto a olvidar―. Los tengo justo aquí. ―Señalé la mochila―. Por cierto, ¿dónde puedo dejarla?

―Puede dejarlo en el guardarropa ―contestó, como si fuese lo más evidente del mundo.

Bueno, estaba decidido: aquella mujer no me gustaba, pero intenté que no me afectase. Lo importante aquella noche no era ella, sino darle sentido a la vida de Ed. Dios, el simple hecho de pensarlo me daba ganas de desplomarme bajo el peso de toda esa responsabilidad.

Fui hacia las escaleras más cercanas, sentándome en ellas y cambiándome los zapatos y, mientras lo hacía, examiné la sala. Había mucha gente caminando de un lado al otro, pero aquella habitación no era el núcleo de la gala. Si Ed estaba presente, seguro que estaba en el salón principal, y dicho salón debía ser la sala de la que entraba y salía la mayoría de la gente. Así que el guardarropa seguro que estaba tras la cola de veinte personas que había delante del mismo.

―A la porra ―musité antes de echarme la mochila al hombro y entrar al salón principal.

El interior era impresionante. Los eventos centrados en alimentar el ego de los presentes no eran lo mío, pero nos encontrábamos en un museo de primera categoría, algo que ni siquiera a mí se me podía pasar por alto. Las paredes estaban decoradas con unas resplandecientes cortinas blancas con bordes dorados, y entre ellas se exponían algunas de las obras de arte más famosas del mundo. Resultaba imponente. Estaba completamente fuera de mi ambiente, pero debía recordar que aquella noche lo importante era Ed, lo que significaba que tenía que bloquear todo lo demás y centrarme en hacer mi trabajo.

―Ey, Dani, estás preciosa ―dijo una voz conocida a mi espalda.

Me giré y reconocía a alguien a quien nunca hubiese esperado ver en un sitio así.

―Jax, ¿qué haces aquí? ―pregunté, desorientada por un segundo.

―¿Qué quieres decir con «qué hago aquí»?

¿Acaso no me había oído? Creía haberlo dicho con bastante claridad, así que le dirigí una mirada y me negué a repetirlo. Jax me dedicó otra expresión confundida y aquello fue la gota que colmó el vaso.

Aquel era el hombre que me había dejado plantada la noche anterior, y ahora además era el hombre a quien le iban a entregar el puesto con el que debía hacerme. No tenía tiempo para sus tonterías, y lo bien que le sentase el traje no importaba en lo más mínimo. ¡Por Dios, si es que era el sexo personificado!

―¿Has visto a Ed? ―le pregunté, obligándome a centrar mi atención en otra cosa.

―Sí, está por allí ―contesté, señalando el otro lado de la sala.

Miré entre la masa de gente guapa hasta dar con la única persona que no parecía estar esforzándose por encajar. Sí, allí estaba Ed. Estaba a punto de ir hacia él cuando Jax me detuvo.

―¿De verdad has venido con la mochila?

Volví a mirarlo; ya me había olvidado de que cargaba con ella.

―Tienes razón ―le dije, quitándomela del hombro y tendiéndosela―. ¿Puedes ocuparte? Creo que he visto un guardarropa o algo parecido en el vestíbulo.

Jax me miro, exasperado, pero no me amilané. En mi opinión, me debía un favor. Me había dejado plantada y yo había acabado follando con un desconocido en un callejón debido a ello, así que bien podía pasar veinte minutos haciendo cola en el guardarropa como compensación.

―Um, claro ―musitó enfadado.

«Sí, supéralo, Jax. No va a matarte». Consideré decirlo en voz alta, pero no lo hice porque aquella noche, como ya he dicho, giraba en torno a Ed. Haría todo lo necesario con tal de hacerle sentir orgulloso.

Crucé la sala, acercándome al hombre canoso por la espalda.

―¿Ed? ―pregunté, haciendo que se diese la vuelta.

―Dani, aquí estás ―comentó con aire informal.

Miré aquellos ojos cansados y recordé de golpe el secreto que Ed le estaba ocultando al mundo entero, un secreto que hacía que me doliese el corazón. Tenía que mantener la compostura. Tenía que hacer que se sintiera orgulloso.

―He conseguido llegar ―confirmé con una sonrisa―. Gracias en parte a este precioso vestido.

Extendí los brazos para que pudiese ver bien su generoso regalo.

Ed me miró con aire confundido, examinándome de pies a cabeza.

―Sí ―dijo con tono plano―. Muy bonito. Hay alguien a quien me gustaría presentarte.

A pesar de lo bien que había mantenido el tipo hasta el momento, empecé a sentir que perdía el control. Había llegado el momento. A partir de ahora, todo tenía que marchar a la perfección. No podía meter la pata ni hacer ninguna tontería; había demasiado en juego.

―Dani, quiero presentarte a Heet Ray, el dueño del periódico ―dijo Ed.

El hombre que teníamos delante se giró y sentí cómo me subía toda la sangre al rostro.

―En realidad se pronuncia «hit» Ray ―corrigió el hombre.

―Oh, disculpa ―dijo Ed, avergonzado.

―No pasa nada ―dijo con tono magnánimo.

―Tengo que esforzarme más con eso; no dejo de olvidarlo. Deja que lo repita: Dani, este es Heet Ray. Es el dueño de nuestro periódico.

―Es un placer conocerte ―dijo el hombre, girándose hacia mí y tendiéndome la mano.

Sabía que era una señal para que yo hiciera algo, pero no podía. Ni siquiera podía respirar. Me quedé mirándolo fijamente; debía de ser el hombre más guapo que había visto en la vida.

Sí, sé que ya he dicho esa frase con anterioridad, y eso es porque el hombre que tenía delante era el mismo hombre del bar. Heet Ray era el desconocido con acento británico que me había follado en un callejón, y ahora era la persona que tenía la llave del legado de Ed y de mi futuro.

¿Qué podía hacer?

 

 

Capítulo 2

Dani

 

―¿Dani? ―dijo Ed, insistiéndome para que contestase.

―Sí. Es un placer conocerte. ―Por fin logré salir de mi estupefacción.

―Dani es la mejor periodista que tengo y puedo decir sin exagerar que también sería una editora fantástica ―continuó Ed.

―¿Ah, sí? ―preguntó Heet con una sonrisa.

―Desde luego ―confirmó Ed.

―¿Así que eres periodista? ―me preguntó Heet, actuando como si no me conociese.

―Sí, lo soy, y muy buena ―afirmé con convicción.

―¿Significa eso que solo ha hecho falta que pusiera un pie dentro para saberlo todo de mí?

Me detuve, sin saber muy bien de a qué momento se refería. ¿Estaba hablando de la gala, o del bar de anoche?

―Soy periodista, no adivina ―repuse. No estaba dispuesta a entrar en detalles si no era imprescindible.

Heet se rio por lo bajo.

―Bien dicho.

―Bueno, os dejo solos para que habléis ―nos dijo Ed―. Y Heet, te prometo que no te arrepentirás si le das una oportunidad ―añadió con una sonrisa.

―Ya veremos ―contestó Heet, recordándome a un James Bond bronceado.

Tanto él como yo nos quedamos mirando cómo se alejaba Ed y, en cuanto hubo desaparecido, clavé la vista en Heet para examinar su alma.

―Vale, basta de tonterías. Me has reconocido ―le dije, aunque no estaba segura de que fuese así.

Sonrió, comprendiendo que lo había pillado.

―¿Me estás diciendo que no vas a evitar el tema y a jugar manteniéndome en ascuas?

―Creo que, después de lo de anoche, ya sabes que soy más bien de ir directa al grano.

―Razón por la que supongo que Ed cree que serías una buena editora en jefe.

―Es una de las razones. La otra es que soy muy buena en mi trabajo.

―¿Y cuál es tu trabajo?

―Evitar irme por las ramas y lanzarme directa a por lo que la gente quiere saber.

―Ya veo. ¿Y crees que a la gente no le gusta lo de irse por las ramas?

―Lo importante de las noticias es establecer hechos. Eres dueño de un periódico, no de una revista de cotilleos, y creo que sería importante que tu editor en jefe fuese capaz de distinguir la diferencia. Por eso es por lo que no te conviene darle el puesto a alguien de la sección de deportes.

―¡Guau! Sí que eres directa.

―Eso intento ―dije con confianza.

―Entonces deja que yo también sea directo: no pienso darte el puesto.

―¿Qué? ―pregunté, sorprendida.

―Has sido directa conmigo y yo también quería serlo contigo. Ya tengo a otra persona en mente para esa posición, y no hay muchas probabilidades de que cambie de idea.

Sus palabras me alcanzaron como un puñetazo en el estómago, robándome el aliento. Tuve la sensación de estar cayendo en un vacío. Aquello no podía estar pasando.

―Pero existe la posibilidad de que lleguemos a un acuerdo.

―¿Un acuerdo? ¿Qué clase de acuerdo?

―Uno en el que los dos conseguimos lo que queremos. Dani, dime algo que desees ―dijo con prepotencia.

―Solo quiero una cosa: que me hagas editora en jefe del periódico. Estoy cualificada y soy buena en mi trabajo.

―¿Cualificada? Puede, pero el puesto ya está cubierto. Aunque tengo muchos contactos; si hablo bien de ti, quizás acabes siendo la editora en jefe de otro periódico. Sería todo un logro con tu edad.

―Para empezar, mi edad no tiene nada que ver en esto; estoy lista para ser editora. Y segundo, no me interesa trabajar en ningún otro sitio. Quiero ser la editora de tu periódico, eso es todo.

―Tiene que haber alguna otra cosa que quieras ―insistió. La sonrisa se le estaba borrando poco a poco.

―No.

―Si lo que buscas es más dinero, quizás pueda concedértelo.

―No me importa el dinero.

―Si lo que quieres es, simplemente, trabajar en una de mis empresas, poseo muchos periódicos por todo el mundo. Podrías escoger.

―Solo me interesa una cosa.

Y, tras pronunciar aquellas palabras, empecé a ser consciente de algo, y es que allí había una historia que se me estaba pasando por alto.

―Espera. Has sugerido un acuerdo. ¿Qué querrías de mí a cambio? ¿Es que quieres que investigue a alguien o algo parecido?

―¡No! ¿Por qué iba a querer algo así? ―preguntó. Parecía que no le había gustado mi sugerencia; tendría que tener presente su desagrado hacia ese tema.

―¿Por qué quiere la gente cosas? ―pregunté a mi vez.

―No. Lo que busco es algo mucho más básico.

―¿Y se trata de…? ―insistí.

―Esperaba que me acompañases a una reunión de exalumnos ―dijo con una sonrisa.

Me lo quedé mirando, intentando averiguar si iba en serio. Sí que iba en serio.

―Ya, porque eso no es para nada de bicho raro ―repuse, sintiéndome algo incómoda.

Heet se rio.

―¿Por qué iba a ser de bicho raro querer pasar tiempo contigo?

Me lo pensé. ¿Por qué iba a ser de bicho raro? Las relaciones nunca se me habían dado muy bien, y no tenía mucha experiencia manteniendo una, así que no tenía manera de saberlo. ¿Era así como se pedía a alguien que saliese contigo hoy en día? ¿Te los tirabas en un callejón y después los invitabas a tu reunión de exalumnos?

―¿Por qué yo?

―¿Qué quieres decir? ―preguntó.

―Quiero decir, mírate. Estoy segura de que no te hace falta sobornar a nadie para conseguir acompañante.

―Para empezar, no te estoy sobornando, vamos a dejarlo claro. Y segundo, no se trataría únicamente de una noche, sino de un viaje de una semana. La reunión es en Stanford, en California, así que se trata más bien una inversión.

Aquello me confundió, y debo admitir que también logró llamarme la atención.

―¿Por qué yo?

―Eres divertida. Inteligente. Guapa. Si tengo que ir con alguien, ¿por qué no contigo?

―Ya, no me lo trago. ―Aquello olía a gato encerrado.

―¿No crees que me parezcas guapa? ¿Por qué crees que me acosté contigo?

Heet miró alrededor antes de inclinarse hacia mí.

―Lo hicimos en un callejón. ¿Crees que eso es algo habitual en una persona como yo?

―No lo sé. ¿Lo es?

Me miró, impresionado.

―Guau, sí que eres dura.

―Procuro no dejarme cautivar por unas cuantas palabras bonitas. Sé lo fácil que es pronunciarlas.

―Ahí tienes razón, pero mi propuesta es esa, ni más ni menos. Sé mi acompañante en la reunión de exalumnos, y te compensaré con algo que necesites.

―Necesito ser la editora en jefe del periódico.

―Cualquier cosa menos eso. Te dejo elegir cualquier otra cosa, literalmente. Estoy seguro de que se te ocurrirá algo.

―Lo siento, pero no ―contesté antes de darme la vuelta y alejarme.

Esperaba que, al irme, me persiguiese y cediese a mis exigencias. Bueno, «esperar» es una palabra demasiado intensa. Sería más acertado decir que «guardaba la esperanza» de que me persiguiese, pero no lo hizo. Y, puesto que solo había ido a la gala para convencerle, ¿para qué iba a quedarme ni un minuto más?

Me alegré de no cruzarme con Ed de camino a la salida. ¿Cómo habría podido mirarlo a la cara después de fracasar de una manera tan estrepitosa? Jamás volvería a ser capaz de mirarlo a los ojos. Se estaba muriendo y necesitaba que lograse hacerme con el puesto; ¿cómo había podido fallarle? Ni siquiera quería pensar en ello. Lo único que quería era marcharme.

Salí del salón principal y examiné el vestíbulo en busca de Jax; era él quien tenía mi mochila y mis zapatillas de deporte. No me llevó mucho tiempo dar con él. Estaba el primero en la cola del guardarropa, y justo en aquel instante la encargada le estaba devolviendo la tarjeta de crédito.

―¡Alto, un segundo! ―grité.

Jax no me oyó, así que corrí hacia él con toda la rapidez que me permitían mis tazones de siente centímetros, alcanzándole justo cuando ya le estaba dando la espalda al guardarropa.

―Necesito que me devuelvas la mochila ―le dije―. ¿Dónde tienes el resguardo?

―¿Necesitas la mochila? ¿Por qué?

―¿Dónde está el resguardo? ―insistí.

Jax sostuvo en alto un papel, adoptando una expresión frustrada. Ignoré sus quejas, arrebatándoselo de entre los dedos, y me planté la primera en la cola para hablar con la encargada.

―Lo siento, mi amigo ha dejado aquí mi mochila por error. Justo acaba de hacerlo ―dije, señalando a Jax por encima del hombro.

La encargada cogió el papel, enfadada, y me devolvió la mochila. Le di las gracias y busqué un sitio en el que cambiarme los zapatos.

―¿Qué estás haciendo? ―me preguntó Jax, intentando llamarme la atención.

Estuve a punto de contestarle, pero al final decidí que no pensaba darle a aquel capullo con aires nada que no se hubiese ganado.

―Me voy ―repuse, decidiendo volver a usar uno de los escalones de las escaleras por las que circulaba menos gente.

―¿A dónde? Pero si acabas de llegar. ¿No tenías que asistir a una reunión?

¿Cómo sabía lo de la reunión? Yo no se lo había dicho, ¿verdad? ¿Cuándo habría podido decírselo?

―Ya lo he hecho. La reunión se ha acabado.

―¿Y?

―Y ha sido una pérdida de tiempo.

―Buen, pero ya que estás aquí bien podrías quedarte y sacar provecho de las bebidas gratis.

Aquello logró que alzase la vista hacia él; debía de ser la frase más larga que había pronuncia Jax en siglos. ¿Qué mosca le había picado?

Me lo quedé mirando al ver que su expresión era una llena de vulnerabilidad. Hasta estaba cerca de conseguir que olvidase que me había dejado tirada la noche anterior, o que iba a quedarse con el puesto que tanto me merecía y necesitaba.

Bueno, no estoy segura de que me lo mereciese, pero sí que me lo merecía más que un adicto al deporte que había escrito su primer artículo hacía menos de un año con la ayuda de Ed. Darle un puesto como aquel era un insulto a la profesión.

―Creo que voy a dejar de beber durante una temporada. Deberías haber estado ahí anoche; hubo muchas copas, y te las perdiste ―contesté antes de ponerme en pie y marchar rumbo a la puerta.

Me sentí como toda una fracasada durante el camino a casa. No me podía creer que no fuese a lograr lo único que me había pedido Ed. Él había hecho tanto por mí; de no ser por él yo no sería nadie, y ahora Ed se estaba muriendo y…

Me sequé las lágrimas que me corrían por las mejillas, percatándome que me había convertido en uno de esos locos que lloran en el metro. Tenía que controlarme, o como mínimo fingir que no estaba destrozada por dentro. Aquello era lo que hacía la mayoría de la gente, ¿no?

En realidad, nadie tenía una vida perfectamente organizada ni sabía lo que estaba haciendo, ¿verdad? Todo el mundo se aferraba a clavos ardiendo, rezando para que el día que estaban viviendo no fuese el día en que todo se desmoronaría.