ARDIENTE BLAZE

Capítulo 1

Blaze

 

¿Has tenido alguna vez una noche en la que no pudieras creerte tu buena suerte? ¿Una de esas noches en la que te lo estás pasando mejor que nunca y te sientes en la cima del mundo? Y entonces la noche llega a su fin y crees que se ha acabado, pero no, sigue ahí. ¿Te ha pasado alguna vez que esa noche fantástica se niega a desaparecer y, a pesar de lo divertida que fue en su momento, revivirla día tras día ya no resulta tan divertido?

Deja que te cuente cómo fue esa noche en concreto para mí. Todo empezó cuando volvía a la ciudad estando, y disculpa mi lenguaje, más excitado que un animal en celo. ¿Qué hice? Pues lo que hacía normalmente; llamé a algunos amigos y les dije que avisaran a sus conocidos de que iba a celebrar una fiesta.

Aquella misma noche, mi ático estaba en pleno hervor. Había mujeres guapas hasta donde alcanzaba la vista, y todo el mundo se lo estaba pasando en grande gracias a mí. Empecé a pasearme de un lado al otro, decidiendo a quién deseaba aquella noche. «No, esa no. No, esa tampoco. Oh, ¿qué tal ellas?».

En la barra, junto a la cabina del DJ, distinguí a dos mujeres que debían ser gemelas. Mi miembro se endureció con solo verlas, y decidí que las quería a ambas, algo que resultaría difícil de lograr incluso para mi persona. Pero marché hacia ellas para ver qué se podía hacer.

―Parece que tenéis los vasos vacíos. ¿Qué estáis bebiendo? ―les pregunté.

―Agua ―dijo una de ellas con un acento de lo más sensual.

―¿Agua? ¿Por qué? Podéis pedir lo que queráis. Esperad, ¿es que sois sirenas?

Las mujeres se miraron entre ellas, confundidas, pero debió de parecerles divertido porque empezaron a sonreír.

―Sí, sirenas. ¿No sabéis lo que son las sirenas? ―dije cuando volvieron a girarse hacia mí.

La que estaba más cerca sacudió la cabeza a modo de negativa.

―Son mujeres increíblemente hermosas que viven en el océano. Tienen colas de pez en lugar de piernas cuando no están sobre tierra firme, pero necesitan beber agua constantemente.

No estaba seguro de que la leyenda fuese así, pero se ajustaba lo suficiente como para que lo entendieran.

―¡Ah, sirenas! ―Se rieron―. No, no somos sirenas.

―¿Estáis seguras? Porque desde luego sería un placer nadar tras vosotras hasta morir.

Volvieron a reírse.

―Disculpad, ¿cómo os llamáis?

―Yo soy Kaitlyn, y esta es mi hermana Katia ―dijo la más atractiva de las dos gemelas idénticas.

―Es un placer conoceros. Yo soy Blaze. ¿Os estáis divirtiendo?

Kaitlyn se encogió de hombros, para nada impresionada.

―¿En serio? ―pregunté, sorprendido por su brusquedad. Estas mujeres europeas, ¿verdad?―. ¿Sabes por qué no te estás divirtiendo?

―¿Por qué? ―preguntó Kaitlyn.

Señalé su vaso.

―Porque bebes agua.

Ambas sonrieron, a sabiendas de que tenía razón.

―No bebemos alcohol ―repuso Kaitlyn.

Aquello debería haber sido mi primera señal de advertencia pero, qué puedo decir, eran hermosas, así que no le presté atención.

―¿Y sabes por qué no bebéis alcohol? Porque nunca habéis probado un Dom Perignon de 1982.

Kaitlyn se rio por lo bajo.

―¿En serio?

―Os cambiará la vida ―les dije con una confianza absoluta.

―¿Y dónde podemos conseguir algo de Dom Perignon?

―Seguidme a la bodega; os enseñaré dónde está el verdadero placer.

―¿Esta es tu casa? ―preguntó Katia, mostrando al fin algo de interés

―Así es. ¿Quieres un tour?

Tras darles a probar un poco de champán y enseñarles el ático ya empezaron a mostrarse mucho más motivadas por la situación, y yo sabía lo que debía pasar a continuación. Tenía que dejarles pensar en lo que habían visto y permitir que disfrutasen del resto de sus copas. Todo mi hogar estaba diseñado para llevar a mujeres como aquellas a la única habitación que todavía no les había mostrado: mi dormitorio. Pero con féminas como ellas había que tomarse las cosas con calma, y a veces hasta te hacía falta algo de ayuda.

Las dejé para que reflexionaran y me aseguré de que me vieran hablando con otras mujeres. Vi cómo me miraban fijamente; a duras penas lograban quitarme los ojos de encima. Llegaron al punto de aburrirse de ello y desaparecieron en dirección al balcón.

Estaba claro que iban a ser difíciles, y por eso casi tuve una erección cuando vi cómo Laine Toros entraba y se servía una copa. Laine era el compañero perfecto de ligue; era casi tan atractivo como yo pero con un puñado de billones menos a su nombre. Pero lo más importante era que podía lograr que una mujer se desnudase con más rapidez de la que lograría un ginecólogo. Tenía un talento endiablado.

Sumar a Laine a la cacería era precisamente lo que me faltaba, y al cabo de unos minutos las gemelas estaban en mi dormitorio, quitándose los vestidos de manera sincronizada. Cuando Laine le dijo a su chica que se dedicase a mí, creí estar en el paraíso. Estaba recibiendo justo lo que necesitaba. Tenía a dos gemelas completamente enloquecidas por mi hombría, y lo estaba disfrutando.

El problema llegó cuando Laine desapareció de repente. Sí, eso me dejaba a solas con las dos gemelas, pero resultaba difícil estar atento al mismo tiempo de lo que hacía cada una. En cierto momento las tuve a las dos debajo de mí mientras les enseñaba un mundo nuevo y, cuando una de ellas se corrió, me concentré en la segunda. Creía que estaba a salvo, pero me equivocaba.

Al parecer, mientras yo me dedicaba a embestir a Kaitlyn, Katia cogió su bolso y sacó el móvil. No lo noté hasta que estuvo enfocándome de lleno con la cámara. ¿Me detuve, tal y como habría hecho cualquier hombre cuerdo? Claro que no. Tengo una relación de lo más malsana con el concepto de que me graben. Me encanta. Así que, al ver la cámara, agarré a las dos hermanas suecas y lo di todo.

Me gustaría decir que me aseguré de que mi rostro no fuese visible en el vídeo antes de que se fueran. De verdad que me gustaría poder decirlo, pero no pienso mentir. No lo hice. ¿Quién habría anticipado el deseo que tenían las hermanas de ser famosas? Os digo una cosa, Kim Kardashian ha destrozado para todos el inocente placer de grabar un vídeo porno.

Al menos podrían haber sido lo bastante educadas como para hacerme chantaje. ¿Pero me chantajearon? Qué va. Por lo que sé, ni siquiera lo vendieron a la prensa; simplemente lo subieron a Internet para que todo el mundo lo viera.

¿Me avergonzaba de un vídeo en el que se me veía siendo todo un semental y haciendo realidad la fantasía de todos los hombres? No. Katia había grabado escenas bastante buenas; se le daba bien lo de manejar una cámara.

No, el problema es que ya no era un jugador de fútbol americano de la NFL veinteañero; era el presidente ejecutivo de una compañía pública de biotecnología que tenía a capullos en la junta directiva. A los accionistas nunca les gusta cuando su presidente aparece en las revistas de cotilleos con un vídeo porno, sin importar lo bien dotado que se le vea. Esos estirados están así de locos, pero así es la vida corporativa, ¿verdad?

―Señor Turner, la junta lo recibirá ahora ―dijo la secretaria, haciéndome un gesto para que pasase.

He de decir que saber que todo el mundo había visto el vídeo era toda una descarga de euforia. La misma recepcionista que acababa de dirigirse a mí lo había visto, lo supe por el modo en que me miraba. Y el guardia de seguridad con el que me había cruzado antes también lo había visto. En mi camino hasta allí, no había habido nadie en toda la calle que no lo hubiese visto. Y, por Dios, eso me hacía sentir bien.

―Blaze, vamos a necesitar que dimitas de tu puesto como presidente ejecutivo.

 ―Perdona, ¿qué? ―pregunté, seguro de que no había podido oír lo que creía haber oído.

Miré a los ojos al resto de los hombres que estaban sentados a la mesa de conferencias. ¿Qué demonios estaba pasando?

―No pienso dimitir como director. Esta es mi empresa y soy uno de los principales accionistas.

―Eres el principal accionista a nivel individual, pero solo tienes el cuarenta y nueve por ciento de las acciones. El resto de nosotros poseemos el otro cincuenta y uno por ciento ―dijo Charles, el capullo de pelo gris que hacía de voz cantante.

―Sí, pero significaría que todos y cada uno de vosotros tendríais que votar para que me fuera. Es imposible que todos creáis que sería una buena idea… ¿verdad?

Repasé sus rostros y todos me miraron fijamente a los ojos a excepción de una persona: Dillion. Era el antiguo compañero de equipo al que le había dado un uno por ciento de mis acciones con el único objetivo de que me cuidase las espaldas, y al parecer aquel capullo también me había traicionado.

―Mira, Blaze, has avergonzado otra vez a la compañía, y nuestras acciones están de nuevo en caída libre.

¿En serio? Eso no lo había visto. Joder, el tema que iba en serio.

―Sencillamente, el mercado no te ve como alguien estable. Blaze, no se trata de que no nos caigas bien. Fundaste esta compañía. Eres el rostro que la representa. Pero el problema es, precisamente, que eres el rostro que la representa. Esta pequeña broma tuya nos ha costado miles de millones de dólares en tasación. Sí, miles, Blaze. No podemos quedarnos sin hacer nada; la junta debe actuar. Y ahora tú tendrás que dimitir ―explicó Charles como el cabrón sin corazón que era.

Fue en aquel momento cuando tuve que preguntarme si pasar la noche con las gemelas de verdad había valido la pena. Lo sé, la respuesta debería haber sido evidente, pero es que tú no estabas allí. Había sido jodidamente excitante, solo tienes que mirar el vídeo.

―No pienso dimitir ―le dije tanto a Charles como a los demás.

―No te estamos dando otra opción ―me retó Charles.

Y entonces la secretaria entró en la sala y le susurró algo al oído a Charles.

―Ponlo ―le dijo este, dándome algo de tiempo para pensar en la mejor respuesta que se me pudiese ocurrir.

―No pienso dimitir porque… Ya verás. No pienso dimitir porque… Porque…

―… Blaze Turner y yo estamos prometidos ―dijo una voz proveniente de la televisión.

«Un momento, yo soy Blaze Turner», pensé antes de centrar mi atención en la pantalla. Reconocí a la mujer que lo había dicho; se llamaba Ariel Katt y, además de un completo grano en el culo, era la presidenta ejecutiva de Vermagin, una compañía biotecnológica rival. La última vez que estuve en la misma habitación que ella habíamos discutido y todo había acabado en una guerra de comida y cincuenta mil dólares en daños en la sala de conferencias del hotel. Tal y como he dicho, era todo un grano en el culo, y además uno que dolía de lo lindo.

Lo que hacía que resultase todavía más extraño que estuviese saliendo por televisión en lo que parecía ser una conferencia de prensa diciendo que estaba prometida con un tío que se llamaba Blaze Turner. ¿Cuántos Blaze Turner había en el mundo?

―Puede que tanto Blaze como mi compromiso les resulte una sorpresa a algunos de ustedes. Algunos incluso se sentirán sobrecogidos, pero les aseguro que es cierto. La única razón por la que decidimos mantenerlo en secreto fue por nuestros respectivos empleos. Pero, tras la publicación de ese vídeo, no podemos seguir guardando silencio. Sí, el vídeo no me deja en muy buen lugar. Sí, Blaze Turner me ha sido infiel. Pero, tal y como dijo en una ocasión la sabia Tammy Wynette, si le amas, le perdonarás, y amo a Blaze Turner. Así que me mantendré firme junto a mi pareja.

¿Pero qué cojones…?

―¿Es cierto? ―me preguntó Charles, sacándome de mi intento de comprender aquel mundo de locos―. Blaze, ¿es cierto? ¿Estás comprometido con Ariel Katt?

―Ehhh.

Uno creería que la respuesta a esa pregunta debería ser sencilla. Por supuesto que no estaba comprometido con aquella psicópata. Aquella mujer acababa de celebrar una rueda de prensa para proclamar su amor por mí como una acosadora de primera categoría.

―Blaze, ¿te has prometido con ella? ―insistió Charles.

―¿Qué pasaría si así fuera?

―Que las cosas serían ligeramente distintas.

―¿Por qué? ―pregunté.

―Porque las relaciones son difíciles. A nadie le gustan las infidelidades, pero los accionistas pueden perdonarlas siempre y cuando vengan acompañadas de la voluntad de cambiar.

―¿Estás diciendo que si estuviese comprometido, no tendría que dimitir? ―lo interrogué, incapaz de creerme lo que estaba oyendo.

―Si estuvieseis comprometidos, y quiero decir comprometidos de verdad, y el mundo os viese como una pareja, la junta quizás podría darte algo de tiempo y espacio para que salves tu relación.

―¿Y eso sería porque…? ―pregunté, necesitando una clarificación.

―Porque todos hemos pasado por eso ―repuso Charles, mirando a su alrededor en busca de confirmación.

Vaya, menuda sorpresa. ¿Quién hubiese adivinado que lo único que necesitaba para salir de aquel río de mierda era inventarme que tenía una prometida? A mí desde luego no se me hubiese ocurrido porque, de haberlo hecho, Ariel Katt no hubiese sido elegida para ocupar el papel principal como mi señora. Pero no se me había ocurrido, y así eran las cosas.

―Blaze, dime, ¿estás comprometido con Ariel Katt? ―preguntó Charles mientras la junta al completo me miraba fijamente, esperando mi respuesta.

 

 

Capítulo 2

Ariel

 

He aquí un dato poco conocido: cuando se habla de genios, yo, Ariel Katt, soy la reina dominante. ¿No me crees? Deja que te explique lo que acababa de pasar: acababa de celebrar una rueda de prensa en la que perdonaba a mi prometido, Blaze Turner, por su infidelidad. ¿Que si de verdad estaba prometida con Blaze? Oh, por Dios, no. Es un complejo de Peter Pan cuyo único cerebro son los músculos y que no puede mantener la polla dentro de los pantalones, tendría que ser una completa idiota para tener algo que ver con él.

Así que seguramente te preguntes por qué hice lo que hice, por qué le dije al mundo entero que ese donjuán se había ganado mi corazón y que iba a seguir a su lado como una ameba patética y sin fuerza de voluntad. Pues porque soy la reina de los genios, por eso.

A pesar de todos sus defectos, Blaze tenía algo que nadie más tenía: a Quin Summers como mejor amigo. Quin es un tipo curioso; yo lo describiría como mitad ermitaño y mitad científico loco, o quizás eso sea darle demasiado crédito. Quin es ingeniero en biotecnología y fundó la compañía con Blaze antes de marcharse de dicha compañía para llevar a cabo una investigación secreta propia.

Resulta que sé de qué trataba esa investigación y, permíteme que te diga, es de las que ponen el mundo patas arriba. Dentro de unos años la humanidad se definirá en dos partes: los años previos al invento de Quin, y los años posteriores. Y eso significaba que la empresa que controlase la patente dominaría el mundo.

Sabía a ciencia cierta que Quin no tenía el dinero necesario para llevar su invención al mercado. Debería estar forrado por su asociación con Blaze, pero no era así, e iba a necesitar que alguna empresa diese el paso e invirtiese en él.

Y ahí es donde entro yo. Soy la dueña de Vermagin, una startup de bioingeniería que cuenta con cien millones de dólares en capital inicial. Parece mucho dinero, ¿verdad? Eso es porque no te mueves por la industria de la biotecnología. Esa cantidad te da como mucho cuatro oportunidades de batear en el gran partido empresarial, y yo ya había bateado las cuatro veces. Y había fallado en más de una ocasión.

Pero me quedaba algo de dinero. No dinero que perteneciera a la empresa, sino mío, y estaba tan dispuesta a invertirlo en esta apuesta segura como lo hubiese estado cualquier persona cuerda. El único problema era que Quin es un tipo curioso; no confía en nadie y se negaba a decirle a nadie sobre qué trataba su invento.

Pero yo sabía qué había inventado. De hecho, quizás fuese la única persona fuera de su laboratorio que estaba al tanto. Creo que ni Blaze sabía nada.

Lo que significaba que estaba en una posición privilegiada. Podía hacerme con el trato del milenio antes de que nadie se enterase de lo que se estaba cociendo. ¿Y qué era lo único que necesitaba para hacerlo realidad? Pues salvarle el culo a ese arrastrado de Blaze.

Imagínate mi felicidad cuando un pajarito me contó que Blaze iba a reunirse con sus accionistas aquel día a aquella misma hora. Considerando lo famoso que se había vuelto aquel vídeo suyo con aquellas dos mujeres, no me hacía falta que mi informador me explicase de qué iba a tratar la reunión; iban a querer su cabeza por lo que había hecho. Las acciones de su compañía habían bajado un cincuenta por ciento, y sería un milagro que se recuperasen de algo así. También haría falta un milagro para que Blaze salvase las posaderas. En fin, puedes considerarme una hacedora de milagros.

Solo tenía que esperar cierta llamada telefónica. Te preguntarás a qué llamada me refiero. Te lo contaré en tres… dos… uno… y…

Sonreí al oír sonar el teléfono, plenamente consciente de quién me estaba llamando.

―¿Sí?

―Vale, Ariel, ¿qué puñetas estás tramando? ―dijo Blaze desde el otro lado de la línea.

―Blaze, por favor, cuida tus palabras. Esas no son formas de hablarle a tu prometida.

―No eres mi prometida ―insistió.

―Y que lo digas. Lo que soy es tu puta salvadora, Blaze. Soy la única persona en todo el mundo que puede salvar a alguien tan miserable como tú del daño que te has causado a ti mismo. ¡Y me demostrarás respeto por ello!

Silencio. Blaze no tenía nada que decir ante aquello, lo cual era una buena señal porque significaba que sabía que tenía razón. Lo tenía cogido por las pelotas, vaya que sí. ¿Te he dicho ya que soy la reina de los genios?

―Eso está mejor ―le dije, sintiéndome mucho más relajada―. Ahora, Blaze, prometido querido, sugiero que acordemos un momento para reunirnos y hablar de ello. Y recomiendo que lo hagamos ya, porque a saber cómo podría cambiar un corazón indeciso si se le da demasiado tiempo para reconsiderarlo.

―¿Cuándo quieres que nos reunamos? ―preguntó Blaze con tono derrotado.

―¿Qué tal esta noche? Tengo reservada una sala de reuniones en el Soho House a las siete y media. Cenaremos algo y hablaremos de la naturaleza de nuestro acuerdo.

―¿Nuestro acuerdo?

―¿Qué? ¿Acaso creías que te estaba salvando el culo por pura benevolencia?

―Tú no sabes lo que es ser benévola ―escupió.

―Por favor, esas no son formas de hablarle a una prometida tan entregada como yo. ¿Qué pensaría el mundo si te oyera hablarme así después de mostrar una devoción tan ciega hacia ti? ―pregunté, disfrutando de cada segundo.

―Eres una mujer retorcida, Ariel.

―Sigue así y te demostraré lo retorcida que puedo llegar a ser. Ya sabes lo que dicen: no hay peor furia… que la mía.

―Eres una psicópata.

―Lo mismo te digo, dulzura. En fin, ¿tenemos una cita?

Se hizo una pausa mucho más prolongada de lo que me esperaba, pero acabó contestando.

―Sí, allí estaré.

En ese momento supe que todos mis deseos estaban a punto de hacerse realidad. ¿Sabes lo mucho que me lo merecía?

Deja que te cuente algo que la industria de la biotecnología no quiere que sepas: la maneja un grupo de frágiles egos masculinos anclados en el pasado que tienen un pie metido en un cubo de productos anticalvicie y medicamentos para tener erecciones y el otro plantado en los años cincuenta.

A juzgar por los artículos lameculos que se dedican a escribir sobre sí mismos, uno podría pensar que todo el camino ha sido una larga marcha hacia el progreso desde los mismos inicios con Marie Curie, pero te voy a quitar esa tontería de la cabeza. No es así. Y no habrá ningún cambio real hasta que alguna bruja con los ovarios bien puestos le dé una patada a la puerta y sacuda a la industria como lo haría una niñera inglesa.

Bueno, pues te presento a esa bruja. El coste de cambiar el mundo para ti, para mí y para todas las mujeres del planeta implica agachar un poco la cabeza y balbucear sobre cómo voy a mantenerme al lado de mi hombrecito, pero que sepas que, para cuando haya terminado, esta industria ni siquiera verá venir el golpe. Porque, señoritas, las pelotas que voy a aplastar no van a ser precisamente pelotas de golf.

 

 

Capítulo 3

Blaze

 

Dios, la detestaba. ¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Era siquiera consciente de cómo sonaba? Estaba claro que era una psicópata. ¿Cómo demonios me había metido en todo aquello? Ah, sí, las gemelas. Dios, estaban buenísimas.

Vale, de acuerdo. Estaba claro que aquella bruja tenía algo en mente. Fuese cual fuese el trato en el que estuviese pensando, tampoco podía ser tan malo, ¿verdad? Quiero decir, tendría que oír esa voz chillona de prostituta que tenía. ¿Qué podía proponerme que fuese peor que aquello?

Quizás no debería haberle dicho a la junta que estábamos prometidos. Podría haberles dicho la verdad o, todavía mejor, podría haber cogido la idea de Ariel y haber dicho que estaba prometido con alguna otra persona. ¿Se lo habrían creído tras ver a Ariel diciendo que éramos una pareja? Seguramente no. Maldita sea, aquella mujer sabía perfectamente cómo joder a un hombre. ¿Cómo lo conseguía?

¿Sabes qué? Ni siquiera me hubiese sorprendido si hubiese sido ella la que hubiese enviado a las gemelas a mi fiesta. La veo más que capaz. En fin, creo que salgo ganando, porque me las follé hasta dejarlas tontas. ¿No me crees? Te invito a ver el vídeo. Sabe Dios lo bien que salgo mientras me las tiro.

No, no pienso concederle el crédito de lograr que esas dos mujeres se desnudasen y se subieran a mi polla. Eso fue todo cosa mía… mía y de Laine, por supuesto. No, Ariel no era más que un buitre que sobrevuela el terreno en busca de cadáveres podridos de los que alimentarse.

Espera, en ese escenario yo sería un cadáver podrido, así que olvídalo. Era un buitre que sobrevuela el terreno en busca de un cadáver increíblemente sexy y musculoso del que alimentarse… Hm, no estoy seguro de que eso mejore mucho la imagen, pero ya me entiendes.

La única pregunta que quedaba era: ¿con qué actitud me presentaría a aquella reunión? ¿Iría listo para pelear, o mantendría la mente abierta? Considerando que Ariel me tenía bien sujeto por las pelotas, quizás mantener la mente abierta fuese la opción más inteligente.

Por otro lado, ¿acaso me había limitado alguna vez a la opción más inteligente en exclusiva? ¿Has visto el vídeo con las gemelas? Caso cerrado.

A pesar de las pocas ganas que tenía de reunirme con la malvada bruja del oeste, había ciertas cosas de las que debía ocuparme antes de ir. Para empezar, necesitaba un corte de pelo; lo había estado retrasando demasiado. Y ya que estaba, bien podían hacerme la manicura porque, ya sabes, no soy un animal. Y ya que estaba en la zona, quizás me pasase a recoger mis trajes nuevos de la tienda de Rober. Rober era mi sastre, ya que yo solo me pongo ropa hecha a medida. Y, por último, tenía que ir a mi sesión de pesas en el gimnasio.

Tenía mucho que hacer en tres horas, así que necesitaba marcharme ya de la oficina. ¿Quedaría bien que me fuese antes de tiempo del trabajo el mismo día en que la junta había amenazado con hacerme dimitir? No, no quedaría bien, pero aquella reunión era importante. Debía prepararme para la batalla.

Para cuando dieron las siete y media, me sentía fresco y listo. Rober era un genio; su traje me quedaba como un guante y su corte permitía que luciera los bíceps resaltados por las pesas. Además tenía uno de aquellos días en que el peinado te queda fantástico. Me sentía de maravilla.

Decidí hacer una parada de último minuto en mi tienda de vinos preferida y escoger un Bordeaux de 1995. Me pareció adecuado. Y, con él en mano, me adentré en el Soho House, listo para cualquier cosa que pudiese ocurrir a continuación.

―He quedado con Ariel Watt ―le dije al portero.

El Soho House era un club privado para aquellos que tenían más dinero que tiempo libre, un local pretencioso lleno de actores famosos y demasiados tipos con pinta de pertenecer a Wall Street. Era la clase de sitio en el que los ejecutivos con poder conspiraban para joder a la ciudadanía. Lo detestaba, y que Ariel fuese miembro tenía todo el sentido del mundo.

El primer piso del club era el restaurante, mientras que el segundo era un salón para fumadores. El tercero albergaba las salas de cine y en el quinto había oficinas.

Salí del ascensor y respiré profundamente. No sabía lo que me esperaba, pero estaba seguro de que no iba a gustarme.

―¡Ariel! ―dije con mi sonrisa más encantadora.

―Blaze, cariño, has venido ―contestó, fingiendo tanto como yo.

―Jamás se me ocurriría perderme nuestra fiesta de compromiso, ya lo sabes ―repliqué, cruzando la sala hacia la mesa alta para dos en la que estaba.

―Por supuesto ―dijo Ariel, haciéndome un gesto para que me sentase con ella.

Lo hice, aprovechando el momento para orientarme. La mesa estaba al fondo de una habitación estrecha, y Ariel se había sentado dándole la espalda a la ventana que ocupaba toda la pared. Era de noche, así que las luces de la ciudad se extendían tras ella.

Detrás de mí, a la izquierda, había un sofá y un sillón de cuero con una mesita de café frente a ellos. Aquella zona debía de haberse pensado para tomarse unas copas después de cenar; ¿acaso había un lugar mejor en el que joder a los ciudadanos y tirárselos de lo lindo?

―¿Qué tienes ahí? ―preguntó Ariel al ver el vino.

―Un Bordeaux del 95 ―le informé con una sonrisa.

La miré fijamente, preguntándome si entendía mi insinuación.

―Un vino que fue alabado al ser presentado pero que desde entonces ha sido declarado como falto de encanto ―contestó, devolviéndome la mirada.

―Me ha parecido adecuado considerando la compañía ―le dije, alegrándome de mi decisión.

―Muy ingenioso. ¿Cómo es posible que se le haya ocurrido a tu polla? Y ya puestos, ¿te has grabado teniendo sexo con alguien por el camino?

―Vale, para empezar, no sabía que me estaban grabando.

―Blaze, te giraste hacia la cámara, enseñaste los músculos y le preguntaste a la chica si estaba captando tu lado bueno.

―Sí, pero no sabía que estaba grabando.

―Saliste del interior de la otra chica, te señalaste el pene y le dijiste a quien te estaba grabando que «se asegurase de que se veía bien» antes de volver a metérselo y hacer movimientos exagerados con las caderas.

―Tenía que haber sido un momento íntimo que creí que se mantendría en privado ―musité, perdiendo fuelle.

―Te corriste encima de las dos y después le dijiste a la cámara que «esto tendría que subirse a Internet porque», y te cito textualmente «todo el mundo debería verlo».

―¿A dónde quieres llegar? ―pregunté, odiándola todavía más.

―A lo que quiero llegar es que te has jodido a ti mismo de lo lindo y me necesitas ―dijo aquella bruja con una sonrisa engreída―. Ah, y ya te he pedido la comida. Esta noche cenarás pollo ―dijo como la completa puta que era.

Me tomé un momento para mirar fijamente a la persona que tenía sentada delante, una persona que odiaba más que a la vida misma. ¿Cómo debía ser existir siendo así? No lo sabía porque, a fin de cuentas, nunca me había hecho un abrigo con la piel de cachorritos.

―Muy bien ―dije con resignación―. Cometí un error. Todos los cometemos, y ese fue el mío. Permití que me dominase el momento y tomé una mala decisión. ¿Tú nunca tomas malas decisiones, Ariel?

Mi pregunta le borró aquella sonrisita de la cara.

―Claro que he tomado malas decisiones. Estoy aquí sentada contigo, ¿no?

―Me has invitado a venir ―le dije, notando el peso del mundo sobre mí.

―No me refiero a eso.

―¿Y a qué te refieres?

―Me refiero a que, si nunca hubiese tomado una mala decisión, ahora mismo no estaría aquí sentada.

En aquel momento llamaron a la puerta.

―Adelante ―dijo Ariel, indicándole al camarero que pasase.

Este colocó los platos con la comida frente a nosotros sin decir ni una palabra.

―Si es tan amable ―indicó Ariel, señalando mi botella de vino y su copa vacía.

El camarero abrió la botella y nos llenó las copas, tras lo cual dejó la botella en una mesita auxiliar, nos preguntó si necesitábamos algo más, y se fue. Ariel alzó su copa y me dedicó una sonrisa forzada.

―Por las malas decisiones ―dijo.

―Por las malas decisiones ―repetí antes de tomar un sorbo. Los críticos tenían razón; a la cosecha del 95 le faltaba encanto.

―¿Qué tal el pollo? ―preguntó Ariel tras un prolongado silencio.

―Está bien ―contesté, aunque estaba muy bueno―. ¿Y lo tuyo?

―También está bien ―confirmó―. Bueno, ¿vamos al grano?

―Por qué no ―dije, llevándome otro trozo de pollo a la boca.

―Así que necesitas desesperadamente rehabilitar tu reputación…

―Yo no lo diría así ―interrumpí, detestando cómo sonaba aquello.

―¿Y cómo lo dirías?

―Diría que necesito un buen cambio de tema ―contesté con una sonrisa forzada.

―De acuerdo. Necesitas un cambio de tema. El tema ahora mismo es que te has grabado mientras te tirabas a dos mujeres y te comportabas como un capullo, lo que ha hecho que las acciones de tu empresa caigan en picado y tu junta quiera reemplazarte como director ejecutivo. ¿Voy bien?

Miré a Ariel con desconfianza.

―¿Cómo sabes lo de la junta?

―Oigo cosas, pero eso no es lo importante. Lo importante es qué vas a hacer al respecto. No eres el primer hombre que mete la polla donde no debería y acaba teniendo problemas. Bill Clinton fue recusado por recibir una mamada y dejó la presidencia con el mayor porcentaje de aprobación que había existido hasta el momento. El público le perdona a los hombres sus indiscreciones siempre y cuando cuenten con una mujer brillante junto a ellos.

―¿Y me estás diciendo que tú eres esa mujer?

―Podría serlo. Me exigiría mucho esfuerzo y detestaría hasta el último segundo, pero es algo de lo que soy capaz.

―¿Y qué harías exactamente?

―Bueno, hay muchas opciones. Lo mejor seguramente sería hacer pensar al mundo que estamos prometidos de verdad. Si he manejado mi conferencia de prensa como es debido, ya debería haberme hecho con la atención de la prensa amarilla. Apuesto a que nuestro discreto camarero ha ido directo a llamar a su amigo paparazzi nada más salir de aquí y, si no me equivoco, habrá al menos uno esperándonos abajo con la esperanza de hacernos la primera foto como pareja.

―¿Crees que habrá un paparazzi?

―Sé que lo habrá ―dijo Ariel con confianza―. Y eso nos da la oportunidad de actuar frente a las cámaras.

―¿Así que tenemos que comportarnos como tortolitos? ―pregunté. No me gustaba la idea.

―Demonios, no. Acaban de pillarte teniendo sexo con dos mujeres; sería imposible que te perdonase tan rápido una putada de esa magnitud. No, estás de mierda hasta el cuello. La gente tiene que ver que lo tienes jodido, pero a medida que te perdone poco a poco por lo que has hecho, el público también te perdonará. Y cuando tus acciones por fin se recuperen podremos anunciar una ruptura amistosa y seguir cada uno con su vida.

―¿Y estarías dispuesta a hacerlo? ―inquirí. Parecía que todo aquel plan iba a llevar su tiempo.

―Lo estaría… por un precio.

―¿Y cuál sería el precio?

―Quizás deberíamos pasar al sofá ―sugirió Ariel; casi parecía que quería ganar tiempo.

Aparté mi plato vacío y me puse en pie, permitiendo que Ariel se adelantase y sentándome en el borde del sofá después de que ella ocupase el sillón.

―Bueno, ¿cuál es el trato, Ariel? ¿Qué me costará todo esto? ―dije, yendo directo al grano.

―No mucho, en realidad. De hecho, lo único que necesito de ti son unas pocas palabras.

―¿A qué te refieres?

Ariel cambió de posición con aire nervioso.

―¿Cómo va tu relación con Quin? ―preguntó con incomodidad.

Me quedé paralizado.

―¿Quin? ¿Te refieres a Quin Summers?

―Por supuesto que me refiero a Quin Summers. ¿A quién si no? ―espetó.

Hubiese tenido todo el derecho del mundo de enfadarme por su falta de educación, pero no me hizo falta.

―Lo siento. Sí, tu antiguo socio empresarial, Quin ―continuó Ariel tras recuperar la compostura.

Me la quedé mirando sin saber muy bien cómo responder. ¿Qué era lo que sabía? Mi relación con Quin era cuestionable como poco, aunque sería más apropiado decir que era una mierda.

Pero los demás jamás lo hubiesen adivinado. Desde el punto de vista de alguien ajeno, seguramente se pensarían que éramos mejores amigos; después de todo, habíamos fundado juntos la compañía y antes solíamos ir juntos a todos los eventos. Diablos, en el pasado se nos había visto comer juntos tan a menudo que, en cierto momento, la gente hasta creyó que éramos pareja. Pero las cosas ya no eran así.

Nuestra relación había dado un giro brusco justo antes de que la empresa que fundamos empezase a cotizar en bolsa. Teníamos a un asesor que nos dio un mal consejo al sugerir que, puesto que yo era el rostro de la empresa, debería poseer la mayoría de las acciones fundadoras. Creía que los posibles accionistas se sentirían más cómodos con alguien que ya conocieran.

Solo habría un uno por ciento de diferencia entre los dos y, a nivel de dinero, no importaba mucho, pero lo que sí me concedía aquel uno por ciento era una participación dominante. Así que, cuando llegó el momento de solicitar la patente de nuestro primer producto, la solicité a mi nombre.

Al parecer, a Quin aquello no le gustó, y con eso quiero decir que no le gustó un pimiento. Se enteró unos pocos días antes de que saliéramos en bolsa y las cosas amenazaron con escapar a nuestro control, así que organicé un acuerdo lateral que se aseguraría de que Quin sería compensado como era debido a cambio de que no hundiese nuestra salida en bolsa. Quin firmó tanto el acuerdo como la cláusula que lo acompañaba.

Aquella cláusula dejaba claro que no podía decir nada malo sobre mí y que, de cara al público, debía actuar como si todo siguiese yendo tan bien entre nosotros como siempre. Accedió a todo y cumplió su parte, pero también vendió su parte de las acciones tan rápido como le fue posible.

Quizás las cosas no habrían empeorado tanto si el valor de las acciones no se hubiese multiplicado por diez al poco de que las vendiera. Y, un año más tarde, volvió a multiplicarse otra vez por diez. Quin acabó ganando dos millones de dólares por unas acciones que alcanzaron un valor de medio billón. ¡Ups! Y, puesto que nuestro acuerdo exigía que me vendiese a mí sus acciones, me convertí en asquerosamente rico.

Ey, no fui yo quien le dijo que las vendiese. De hecho, intenté convencerle para que no lo hiciera. Demonios, era mi mejor amigo y, durante mis días como jugador profesional, era el único al que podía llamar tras los partidos. Siempre que no era temporada de competición vivía en una casa al final de su misma calle y, cuando por fin gané lo suficiente para poder permitírmelo, lo contraté para que trabajase para mí.

Así que, técnicamente, cuando inventó el suplemento alrededor del cual basamos más tarde nuestra empresa, estaba trabajando para mí. A nivel legal, la patente me pertenecía y no importaba lo que él afirmase; no le había robado nada. Por desgracia, él nunca lo vio de ese modo.

El problema era que hacía bastante tiempo desde la última vez que habíamos hablado aunque, debido a la cláusula del acuerdo, nadie podía enterarse de la fractura en nuestra amistad. Pero estaba claro que Quin seguía amargado al respecto. ¿Qué se suponía que iba a decir ahora que Ariel me preguntaba sobre mi relación con él?

―Va bien ―le dije, resumiéndolo todo―. Sí, va bien. ¿Por qué lo preguntas?

Ariel volvió a agitarse en su asiento, nerviosa.

―Porque, a cambio de salvar tu reputación, necesito un favor. Necesito que convenzas a Quin para que permita que mi empresa financie su investigación.

―¿Su investigación? ―pregunté. No estaba en absoluto al día de a lo que se estaba dedicando Quin.

―Sí. ¿Debería asumir que no conoces los detalles de su investigación más reciente?

―¿Qué pasa, es que ha inventado un suplemento nuevo?

―¿Un suplemento? No. Vale, veo que no te lo ha dicho. En fin, no importa lo que esté investigando; lo que importa es que lo convenzas para que me deje financiarlo. ¿Crees que podrás?

Dejad que lo piense. ¿Podía convencer a un tipo que me detestaba para que una mujer a la que yo odiaba financiase su investigación? ¿Por qué iba a ser difícil?

―¿Y por qué no te pongo simplemente en contacto con él? Así podrás convencerle tú misma.

―No funcionará. Necesito que uses tu influencia para que acceda.

¿Mi influencia? Menudo chiste; seguramente ni siquiera hubiese podido convencerlo para que respirase si estuviese conteniendo el aliento.

―Mira, Ariel, voy a ser sincero contigo. Sé que parece que entre Quin y yo todo va de maravilla, pero no es verdad.

―¿Qué quieres decir?

―¿Cómo decirlo? Puede que se muestre algo frío por el modo en que terminaron las cosas con la empresa.

―¿Eso no fue hace tres años?

―Exacto.

―Exacto ―repitió.

―Así es ―confirmé, sintiéndome confundido.

―Oh, ¿crees que sigue enfadado contigo por joderle su patente?

―¿Su patente? Creo que te estás refiriendo a la patente que creó mientras trabajaba para mí.

―Sí, lo sé todo sobre el tema de la patente ―espetó, quitándole importancia.

―Espera, ¿cómo puedes saberlo?

―Porque Quin me lo contó.

―¿Por qué iba a contarte algo así a ti?

―¿Qué quieres decir?

―¿Qué quieres decir preguntándome qué quiero decir?

Ariel ladeó la cabeza y me miró fijamente de reojo.

―Sabes que estuvimos saliendo juntos, ¿verdad?

¿Qué cojones? Espera, ¿qué? ¿QUÉ? Primero de todo, no tenía ni idea. Y segundo, ¿qué cojones?

Quizás te preguntes por qué estaba tan sorprendido. Bueno, en ese caso pregúntate quién podría estar dispuesto a meter la polla en aquella mujer. Pero, dejando eso de lado, estaba seguro al noventa y ocho por ciento de que a Quin le interesaban los hombres. Nunca me lo había dicho, pero no había hecho falta.

Quin y yo habíamos sido amigos desde nuestro segundo año de instituto y, durante todo aquel tiempo, no había salido nunca con nadie. Casi nunca hablaba de otras personas. Sí, de vez en cuando, cuando hablábamos de la chica a la que me estuviera tirando en aquel momento, Quin se refería vagamente a alguna chica que le interesaba, pero nunca sonaba convincente. Bien podría haber usado la típica excusa de que su novia estaba en Canadá y que había perdido la virginidad en un campamento de verano.

Y su soltería constante no era la única razón por la que creía que era gay. La otra razón era que hubiese podido jurar que estaba interesado en mí. No era por algo concreto que hubiese hecho, sino por todo en su conjunto.

Era la expresión de su rostro cuando lo pillaba mirándome. Era el hecho de que siempre tenía tiempo para mí, ya fuese de día o de noche. Sí, trabajó para mí durante cierto tiempo, pero siempre había parecido que allí había algo más.

Hasta puedo admitir que en cierto sentido aquello me gustaba. Nadie me ha acusado nunca de que no me guste contar con la atención de los demás, pero con él se trataba de algo más. Siempre lo había considerado como la única persona en el mundo que conocía a mi yo real, una versión que le gustaba a pesar de las imperfecciones y todo lo demás. Así que oír que no solo había salido Quin con una mujer, sino que había sido con aquella mujer en concreto, me había dejado con la boca abierta.

―Claro que sabía que estuvisteis juntos ―dije de manera para nada convincente.

―No lo sabías, ¿verdad?

―Vale, no lo sabía.

Ariel apartó la mirada.

―Le sugerí que, por razones profesionales, no lo hiciéramos público, pero había asumido que te lo había dicho.

―¿Porque somos tan buenos amigos?

Volvió a mirarme.

―En fin, ¿lo harás o no?

―¿Que si lo convenceré para que deje que su ex financie su investigación?

―Sí.

―Guau, Ariel. Es un favor muy gordo.

―¿Tan gordo como un billón de dólares? Porque esa es la cantidad que ganará tu empresa si vuestras acciones remontan.

―¿Puedo pensármelo? ―le pregunté. No estaba seguro de ser capaz de convencer a Quin incluso si lo intentaba.

 ―No. Tienes que decidirlo aquí y ahora.

―¿Y si te digo que no?

―Entonces celebraré otra rueda de prensa para decirle al mundo que, tras una profunda reflexión, he recuperado la cordura y te he echado de mi vida de una patada.

―Pero eso no sería verdad.

―¿Acaso importa?

―Yo le diré a todos que te lo has inventado todo porque estás como una regadera.

―Y yo haré públicos algunos de los muchos mensajes que nos hemos enviado.

―Nunca te he enviado ningún mensaje.

―Ni yo a ti, ¿pero acaso importa? ―dijo con una sonrisita.

―Así que, básicamente, me estás haciendo chantaje.

―Considéralo como que te estoy animando encarecidamente a que tomes la mejor decisión tanto para ti como para tu empresa.

Miré a aquella bruja cada vez más retorcida mientras consideraba mis opciones. Había dos problemas. En el mejor de los casos, si me negaba a seguir su plan las cosas volverían a estar tal y como habían estado un segundo antes de que Ariel anunciase nuestro compromiso y volverían a pedir mi cabeza en bandeja de plata. Y, si accedía a su plan, había muchas posibilidades de que las cosas entre Quin y yo empeorasen todavía más… si es que aquello era posible.

―¿Y si se niega a verme? ―le pregunté a Ariel, a sabiendas de que era una posibilidad muy real.

―Accederá a verte ―contestó con confianza.

―¿Cómo lo sabes?

―Confía en mí, accederá a verte.

―Ariel, dices que estuviste con él, pero no estoy seguro de que llegaras a conocerlo de verdad.

―Blaze, no creo que tú llegaras a conocerlo de verdad. Te digo que accederá a verte y que, si le pides que permita que financie su investigación, lo permitirá.

―Vale, esto es una locura. No tengo esa clase de influencia sobre él.

―Más te vale rezar para que sí la tengas, porque el trato quedará anulado si no lo consigues.

―Tiene que haber alguna otra cosa que quieras de mí.

―Créeme, Blaze, no tienes nada que desee. O esto, o cancelo el trato ahora mismo. Pregúntate si tu orgullo vale un billón de dólares.

―No se trata de mi orgullo.

―Ah, ¿no?

¿Era por mi orgullo? ¿Y por qué estaba Ariel tan segura de que Quin accedería si se lo pedía yo? ¿Acaso sabía algo sobre él de lo que yo no estaba al tanto? ¿O simplemente estaba jugando conmigo? Resultaba difícil saberlo.

―No puedo garantizar que vaya a hablar conmigo, mucho menos que acepte mi sugerencia.

―La aceptará.

―Eso dices, pero no puedo garantizarlo.

―Bueno, si no lo hace, estarás jodido. Así que más te vale asegurarte de que sí lo haga.

Bajé la vista mientras consideraba lo que podía perder. Sí, seguramente existiesen otros modos de salvar mi reputación, pero aquella era la opción más sencilla. Además, no me cabía duda de que Ariel me haría la vida imposible si no aceptaba.

―Lo haré.

Ariel intentó ocultar su alivio, pero pude distinguirlo.

―Bien ―contestó con voz controlada―. Entonces tu rehabilitación empezará hoy mismo. Dentro de unos minutos saldremos de aquí rumbo a mi casa. Adivina dónde vas a pasar la noche.

¡Eh! ¿Acaso creía Ariel que existía la más mínima posibilidad de que me acostase con ella?

―Ariel, no sé qué crees que está pasando aquí, pero…

―No te hagas ilusiones, Blaze. No estaba sugiriendo eso.

―Oh. ¿Entonces qué estás sugiriendo?

―Tiene que parecer que estamos prometidos. El mundo debe creer que lo estamos. ¿Y qué hacen los prometidos? Pasan la noche en la casa del otro. Y, puesto que no pienso permitir que me incordies todavía más con esto, serás tú el que duerma en mi casa. Mañana por la mañana volverás a la tuya y cogerás todo lo que vayas a necesitar para una estancia prolongada.

―Eso no me lo habías dicho ―me quejé. No me gustaba el modo en que aquello iba a afectar a mi vida social.

―¿Crees que a mí me gusta? Para nada. Pero es lo que vamos a tener que hacer si quieres mejorar tu reputación.

―De acuerdo. Hagámoslo de una vez ―dije mientras me ponía en pie.

―Vamos allá.

Lo primero que oí al salir del edificio con Ariel fue el clic de una cámara. Ariel tenía razón… y no sabía qué sentir al respecto. Por un lado, aquello significaba que quizás también tuviese razón en todo lo demás y quizás pudiese ayudarme a limpiar mi imagen. Quizás Quin no me odiase tanto como creía. Pero, por el otro lado, también significaba que la muy bruja estaba en lo cierto, y admitir algo así me ponía el vello de punta.

Pero se había equivocado en una cosa. Fuera no nos esperaba un único fotógrafo; la acera entera estaba plagada de ellos. Y, a medida que nos abríamos paso entre ellos, empezaron a gritar preguntas.

―Señorita Katt, ¿cree que volverá a serle infiel?

―Ariel, ¿cómo crees que se compara tu cuerpo con el de las gemelas con las que se ha acostado tu prometido?

Miré hacia la multitud, buscando al responsable de aquella última pregunta. Era terriblemente maleducada y oírlo me cabreó en cierto modo. Quiero decir, sí, las gemelas… Pero nadie se merecía oír algo así, ni siquiera una bruja retorcida como Ariel. Y, sinceramente, una parte de mí quería ir a por la persona que lo había gritado. No fui tras ella, pero quería hacerlo.

Lo que me sorprendió fue que Ariel no parecía afectada en lo más mínimo por lo que estaba diciendo aquella gente. Simplemente mantuvo la barbilla alta y se abrió paso a la fuerza. Me alegré por ella. De haber sido a mí a quien estuviesen gritando aquellas cosas, el tema se habría puesto muy feo en cuestión de segundos. Pero nadie me estaba preguntando nada.

Aquello presentaba otra interrogación la mar de interesante. Si todos creían que le había sido infiel a mi prometida, ¿por qué nadie me insultaba a gritos? No sabía qué hubiesen podido gritarme porque, ya sabes, eran gemelas suecas que estaban como un tren, pero aun así parecía como si hubiese normas distintas para cada uno.

En fin, que nos abrimos paso entre la marea de paparazzi hasta llegar junto a la calzada y paramos a un taxi. Ariel abrió la puerta, entrando a toda prisa, y yo la seguí. Se inclinó hacia delante y le dijo su dirección al taxista y así, sin más, completamos nuestra primera aparición como prometidos.

―Eso ha sido… distinto a lo habitual ―le dije, preguntándome qué pensaba al respecto.

―¿Qué pasa? ¿Ha despertado viejos recuerdos?

―¿De qué? ¿De mis días como futbolista?

―No, de cuando cantabas ópera en el Met. Claro que me refiero a tus días de futbolista.

―¡Vale! No hace falta que te pongas de uñas. Y sí, supongo que un poco, pero principalmente a los días de prensa. Oh, y probablemente a la primera vez que fui el mejor jugador de la Super Bowl. Y supongo que también la segunda vez.

―Vale, capullo, lo pillo. Ganaste la Super Bowl.

―En realidad, fui el mejor jugador de la Super Bowl, lo que significa que gané y también fui el jugador más valioso del equipo… dos veces.

―¡De acuerdo! ¡Dios mío! Sé que cuelas ese dato en todas tus conversaciones con mujeres, pero contén un poco tu encanto de capullo.

¡Eh! ¿A qué venía aquello? ¿Acaso no me lo había preguntado? Y no, no lo colaba en todas mis conversaciones con mujeres. De hecho, rara vez sacaba el tema; era algo que había quedado desfasado hacia algunos años porque, hola, tenía una empresa multimillonaria. ¿Quién podía necesitar decir nada más?

Pero el hecho de que Ariel reaccionase con tanta intensidad era algo que era mejor tener presente. No sabía dónde estaba exactamente el problema, pero me mantendría atento.

―Asumo que vamos a tu casa ―dije, tratando de cambiar de tema y de tono.

―Una deducción brillante.

―¿Qué mosca te ha picado? Solo te estoy haciendo una pregunta.

―Ya sabes cuál es la respuesta. Lo único que te pido es que no seas estúpido ―contestó Ariel, poniendo fin a cualquier rastro de empatía que pudiese haber sentido por lo que acababa de experimentar.

El resto del viaje fue en silencio hasta que nos detuvimos.

―Págale ―dijo Ariel. Lo hice y salí del coche tras ella. El viaje en taxi había sido largo; lo habíamos iniciado en Manhattan y había finalizado en Brooklyn. No tenía ni idea de por qué iba a elegir nadie vivir fuera dela ciudad. Ariel ni siquiera vivía en un rascacielos; se trataba de una casa adosada y casi podía oír a los niños jugando a la rayuela en la calle.

En realidad no había ningún niño, gracias a Dios, pero era uno de esos sitios. Era donde la gente interesante y soltera acababa desapareciendo. Si me quedaba más de unos días, acabaría tirándome por la ventana. Esperaba que Ariel comprendiese que no me quedase mucho tiempo.

―Hogar, dulce hogar, cariño ―dijo con una de sus sonrisas falsas.

No contesté.

La seguí escaleras arriba y miré mientras forcejeaba con las llaves y el pomo. Probó tres llaves distintas antes de encontrar la adecuada.

―¿Acabas de mudarte aquí?

―Cállate ―escupió.

¿Qué demonios? Solo le estaba haciendo una pregunta. No pensaba volver a mostrarme amistoso.

Entramos y tuve que admitir que era más agradable de lo que me había esperado. Los suelos eran de madera de tablas anchas, los muebles de un gris claro y las paredes blancas. Era una casa estrecha y alargada que fluía desde la sala de estar hacia las escaleras y la cocina, y más allá de la cocina había un pequeño jardín. Tal y como he dicho, era agradable… y tenía un claro aire de que la persona que vivía allí no tenía vida ninguna.

―Quítate los zapatos ―me ladró Ariel.

Me los quité y los coloqué junto a los suyos, tras lo cual me di un paseo por el salón mientras lo examinaba todo. En cierto modo me recordaba a una fotografía salida de una revista de diseño. Estaba claro que Ariel era una estirada; supe enseguida que vivir con ella iba a ser un horror.

―Escucha, tendremos que sufrir todo esto durante una temporada ―empezó a decir―. Así que quiero que pienses en mi casa como mi casa. No es la tuya. No invitarás a ninguna de tus facilonas estúpidas. De hecho, mientras haga ver que soy tu prometida te contendrás y no harás nada que pueda acabar haciéndose público. ¿Me entiendes?

―Sabes, no creo que tu actitud esté siendo de gran ayuda ―señalé con calma.

―¿De verdad? ¿No está siendo de gran ayuda? Porque, según lo que yo veo, sí que está ayudando mucho.

―¿Sabes qué? Si vas a comportarte como una bruja con este tema, más vale que no lo hagamos. Esto ha sido un error ―le dije, volviendo hacia mis zapatos―. Buena suerte con Quin.

Ya estaba en la puerta cuando Ariel por fin contestó.

―Espera, para ―dijo, haciendo que me diese la vuelta. Respiró profundamente mientras la miraba e hizo una especie de movimiento de yoga―. Vale. De acuerdo ―dijo una vez que estuvo más tranquila―. Evitaré un poco mis comentarios. Tenerte aquí no me resulta fácil. Este es mi hogar, sabes, y tú eres… Bueno, eres tú. Esas cosas no encajan muy bien en mi cabeza.

―Ha sido idea tuya ―le recordé.

―Lo sé. Lo ha sido. Pero, aun así, me llevará algo de tiempo. Y cuanto antes acabemos con todo esto, mejor.

―Estoy de acuerdo.

―Y apreciaría que no me pusieras las cosas todavía más difíciles siendo… como eres siempre.

No estaba seguro de cómo esperaba que fuese, pero decidí dejarlo pasar.

―Veré qué puedo hacer.

―Bien ―dijo, empezando a relajarse.

―Bueno, ¿dónde duermo? ―pregunté, mirando hacia las escaleras.

Ariel me llevó al segundo piso y señaló la primera puerta a la derecha. Abrí y me asomé; había una cama que debía de ser un noventa y cinco por ciento edredón y, junto a ella, una mesita de noche. En la pared opuesta había una televisión. Era una habitación bastante básica.

―Puedes usar ese baño ―dijo Ariel, señalando la siguiente puerta.

―¿Ahí que hay? ―pregunté, señalando la puerta al fondo del pasillo.

―Nada que sea asunto tuyo ―me contestó antes de marchar hacia ella.

―¿Y si necesito algo?